11-M
El deshonor y la guerra
Nunca se olvidará el momento en que me dieron la noticia de que un atentado terrorista acababa de sembrar de cadáveres la estación de Atocha en Madrid y jamás se me borrará, de ese rincón del cerebro donde tratamos de esconder los recuerdos dolorosos, la acongojante sensación de vergüenza que me causó la reacción española a la carnicería del 11-M. Estaba ese día de 2004 en Bagdad, era alrededor de las 10 de la mañana y di por supuesto que eran otra vez los asesinos de ETA.
Ya por la tarde, uno de esos comisarios a los que los paranoicos de la conspiración encuadraron en el imaginario «Comando Rubalcaba», a pesar de que es más de derechas que el Cid Campeador, me contó por teléfono que acababan de encontrar una casete con una grabación coránica en una furgoneta Kangoo y que todo apuntaba a Al Qaeda. Nunca he entendido cómo el presidente Aznar lo pudo hacer tan mal, política e informativamente, pero más duro se me hace digerir que el electorado español votase contra él y le culpase de lo ocurrido. La investigación, vista desde la distancia, sin escuchar el griterío que el PSOE y los sectarios de todo pelaje montaban en Madrid, fue profesional y vertiginosa. El 3 de abril, dos semanas antes de que el inefable Zapatero tomase posesión y con Aznar todavía como presidente, la Policía localizó a casi todos los miembros del comando en un piso de Leganés. Al verse atrapados, los terroristas se suicidaron, matando a un GEO. Al enterarse de que el Gobierno retiraba sus tropas de Irak, un colega norteamericano, con quien compartía coche y que siempre ha tenido claro que los yihadistas nos odian por lo que somos y no por lo que hacemos, me recordó con tono funerario las palabras que Churchill pronunció en el Parlamento cuando el Gobierno británico se plegó ante Hitler y aceptó la anexión de parte de Checoslovaquía: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra... elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra». Lo podía haber repetido a principios de mayo, cuando Bono fue a Washington y soltó aquella estulticia de «soy un ministro de Defensa y prefiero que me maten a matar». Un clavo más en este ataúd repleto de despropósitos. Hoy, trece años después del 11-M, sólo diez de los 21 facinerosos condenados por asesinar a 192 personas y herir a 2057 siguen en prisión. Y cuando acabe el año, sólo serán ocho. O no hay Justicia o no hay sentido común.
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