Alfonso Ussía
El despatarrado
Creo haberlo contado. Un viejo amigo de mi juventud, vasco con dieciséis apellidos vascos, más vasco que la trainera de Orio, el monte Gorbea, la isla de los Faisanes en el Bidasoa y el changurro de Juanito Kojúa, se enamoró perdidamente de una bellísima jerezana. Para ella, un amor de verano, una pasión de Semana Grande; para él, el amor de su vida. De San Sebastián viajó a Jerez para dar una sorpresa a su amada, pero su amada era novia de un jerezano que caía muy bien sobre el caballo, como las hermanas Serra de Podemos, tiraba a los pájaros divinamente, como Cañamero en El Coronil, y su padre era banquero, como el padre de Espinar. El vasco no tenía nada que hacer. Y llamaba a la casa de su sueño femenino, y ella siempre estaba «recogía». –La señorita no puede ponerse al teléfono, porque está «recogía»-; -llame usted más tarde porque la señorita sigue «recogía».; -la señorita se ha «recogío» y ha dado órdenes de no molestarla-. En la cuarta llamada sin éxito, el vasco estalló: –Recogía, recogía, todo el puto día recogía... ¿a qué hora, según sus cálculos, se va a despatarrar?–. Y allí terminó esta sollozante historia de amor.
En Podemos se ha iniciado una campaña contra el despatarre en los transportes públicos. Contra el despatarre masculino, porque en Podemos las mujeres no se despatarran. Lo curioso del caso es que nadie en Podemos se despatarra más que su líder carismático, Pablo Manuel. El compañero Pablo Manuel es un exhibicionista de paquete oprimido por sus vaqueros de marca. No han acertado. A mis años, me considero autorizado a revelarles que las mujeres se despatarran más que los hombres. El gran sevillano Alfredo Álvarez-Pickman, campeón del mundo de pesca de atún y dueño de un ingenio seco y natural insuperable, sentado en la terraza del Bar Pepe de San Sebastián, consolaba sus nostalgias sevillanas con la observación de una belleza que tomaba el aperitivo en la mesa de enfrente. –Ahí la tienes – me comentó–, tan guapa y «espatarrá»-.
Se dice en una copla, que no es de Rafael de León: «¿Por qué lloras, hija mía?/ No te preocupes, Mamá./ Lloro porque el ginecólogo/ me ha dicho que estoy preñá./ Eso te pasa, hija mía/ por ir tan despatarrá».
El hombre y la mujer se despatarran con la misma asiduidad y ligereza. Hay mujeres que no sólo se despatarran en los vehículos de transporte público, sino que bloquean los asientos adyacentes al suyo con toda suerte de objetos, como bolsos, abrigos, fundas de gafas y frutas del tiempo. Eso no es un despatarre, sino una ocupación invasora e incívica. Y es cierto que hay varones despatarrantes, pero en unos y en otras, el origen está en la pésima educación que han recibido desde la infancia. Esa mala educación que les impide vestir con respeto cuando acuden a una audiencia del Rey, a una mesa de negociación ministerial o a un escaño del Parlamento. Ir vestidos como guarros de marca al Congreso o al Senado, es más nocivo para la convivencia y armonía ciudadana que un despatarramiento efímero y en muchas ocasiones fundamental, para alojar las partes pudendas en su lugar adecuado.
En el fondo y en la forma, una gansada más de esta gente tan sobrevenida como innecesaria. Si un hombre se sienta despatarrado en un autobús, se le pide con educación que junte su gamberío, y por lo normal, el despatarrado se patarra inmediatamente. Y al revés lo mismo. –Señora, si me lo permite, su bolso está impidiendo mi constitucional derecho a sentarme en el autobús–. Y nada sucede, y la vida sigue igual, igual de desagradable y grosera, pero igual al fin y al cabo. El hombre no es culpable de los despatarres. La culpa es de la mala educación de muchos hombres y muchas mujeres. Finalizado el texto, procedo a mi despatarramiento matutino.
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