José Jiménez Lozano

El humo de un cigarrillo

El humo de un cigarrillo
El humo de un cigarrillolarazon

De existir contarse todavía, por ejemplo, la leyenda de Orfeo, que amansó a las fieras con su música, lo más probable es que fuera objeto de mucha risa hasta por parte de los niños de Enseñanza Primaria, pero, no obstante, la enunciación políticamente correcta es, más o menos, la de que la burrez puede detenerse con música como Orfeo. Porque ahora se supone que en las manifestaciones de ésta siempre hay una razón que la justifica, pero lo cierto es que hasta la brutalidad de un tirano puede ser consumida por una nonada.

Desde luego, un bárbaro como Genserico se rió mucho cuando, para hacerle entrar razón, se puso ante sus ojos la belleza de las villas romanas, la dulzura de las muchachas y los niños, la gloria de los libros, pensando que esto iba a conmoverle. Pero sin duda ninguna el gran error fue suplicarle, porque un bárbaro siempre se crece ante la delicadeza o la súplica, y podemos recordar a este respecto dos historias paralelas evocadas por un biógrafo del Príncipe de Metternich, Raul Auernheimer: dos encuentros entre hombres bárbaros y civilizados.

El primero tuvo lugar entre Napoleón y el Príncipe de Metternich, en Dresde; y el caso fue que, en un momento dado de la entrevista, el Príncipe se permitió cuestionar los proyectos bélicos de Napoleón, diciéndole: «¿Con qué va a hacer su majestad la guerra cuando gaste el ejército de chicos de veinte años que una vez más ha podido organizar?». Y Napoleón contestó muy seguro: «Aunque la victoria me cueste un millón de soldados...»; pero Metternich no le dejó concluir y le atajó muy tranquilo: «Abramos las ventanas, Sire, para que toda Europa pueda oír sus palabras».

Napoleón, enfurecido, se puso a pasear por la habitación, y, al pasar ante Metternich que se apoyaba en una consola entre dos ventanas, tiró su sombrero a los pies del príncipe que no se inmutó en absoluto, y al fin fue el propio Napoléon quien se agachó para recogerlo, y ponerlo sobre una silla. Y Metternich, le dijo finalmente: «Sire, estáis perdido».

La segunda estampa es la del encuentro, en Bertechsgaden, en 1938, entre Adolf Hitler, y el muy civilizado canciller austríaco Dr. Schussnigg, en el que aquél también mostró en esta entrevista sus peores modales y, cuando Schussnigg acababa de encender un cigarrillo, Hitler, le ordenó que lo apagase porque le molestaba, y el cortés y delicado Schussnigg, lo apagó. Pero comenta su biógrafo que, si, como Metternich, el Canciller austriaco hubiera seguido fumando, y mostrado con ello que despreciaba a Hitler, quizás éste no se hubiera atrevido a invadir Austria y quizás, como Napoleón, hubiera sentido que su poder comenzaba a fallarle, y se hubiera encaminado a su ocaso.

Otros paralelos podrían hacerse, en un tiempo más cercano a nosotros, aunque no tantos ciertamente, porque la complacencia con el «Espíritu del tiempo» o «Zeitgeist» de este tiempo nuestro está, ahora, llena del complejo de anti-autoridad, y, por lo tanto, dispuesto a ofrecer grandes facilidades al hecho de la servidumbre. Y con sumo placer, como nos ha mostrado G. Albiac en su libro «Servidumbres voluntarias», y por una sencilla razón, que es la de que cada día se nos diseña y determina más y más para un comportamiento de siervos anti-autoritarios y felices de arrastrarse ante la tiranía.

Ciertamente es curioso que pudiera molestar tanto un cigarrillo a esos dos grandes hombres poderosos de este mundo. Quizás porque el cigarrillo podía recordarles que su poder y su gloria se consumen como el tiempo que tarda un cigarrillo en consumirse, y todo acabará siendo humo y «verdura de las eras». Aunque, en realidad, lo que resulta insufrible al poder omnipotente de nuestro tiempo es contemplar al hombre corriente, o al «caballero cristiano» que dice Kierkegaard, quedarse sentado tranquilamente con su pipa a la puerta de su casa, sin levantarse en su obsequio, y viendo pasar al mundo y sus poderes como ruidos de moscas, tan deprisa, y a veces, tan furiosos.