Ángela Vallvey
El mejor
Cuando Carlos III –el... ¿único? alcalde de Madrid– llegó desde Nápoles al poblachón manchego, en 1759, se encontró con que las calles rebosaban de inmundicias, y puso remedio al disparate. Era un hombre bonachón, con unas ideas bastante atinadas sobre «ser moderno». Hacía las cosas por interés, pero ponía interés en ellas, de modo que solían salirle aceptablemente bien. No tenía gran apego por los trepas, aunque alguno había rondándolo... Le gustaba rodearse de consejeros competentes, de gente prudente, de reformadores e ilustrados... (Era un rarito).
En Madrid, la costumbre era arrojar las aguas turbulentas procedentes de la intimidad del hogar en plena vía pública, además de todo tipo de basuras. Por fortuna, el plástico aún no era un problema. El rey se quedó atónito mirando el arroyo nauseabundo que atravesaba el Prado Viejo, lugar de paseo de los madrileños. Las calles no se limpiaban nunca, a no ser que hubiera un acontecimiento festivo. Cuando se decidían a sanear, la operación la realizaban varios carros de mulas a los que les habían quitado las ruedas, sustituidas por unos maderos cuyo fin era «arrastrar el grueso de la inmundicia». Tras el cortejo iban unos hombres de gesto adusto, armados de escobas, que en teoría iban recogiendo los restos fétidos. La mefítica limpieza concluía cuando se tiraba todo aquello en algunas alcantarillas y sumideros dispuestos para tal, que se rellenaban con la hedionda basura y garantizaban un oloroso efluvio constante en las calles. Los médicos de cámara se quejaban de que las labores de limpieza no servían más que para «enrarecer y caldear los finos vientos del Guadarrama», y que la mortalidad espeluznante de la ciudad se debía a los nauseabundos efluvios procedentes de los 14 hospitales, los cementerios estratégicamente distribuidos en el casco urbano, las 10.000 letrinas, cinco cárceles, el Saladero, los muladares y las oficinas del Rastro, además de que las labores de limpieza urbana lo dejaban todo peor. Por no hablar de los gatos, cabras, asnos y demás caballería, perros o cerdos que abundaban por doquier. En 1764 hubo un mal año de frío seco, de ese que no le sienta bien ni al jamón extremeño, que acabó con la vida de 1.500 animales, cuyos cadáveres vinieron a atufar, más si cabe, el medio ambiente de Madrid.
Por eso, todos esos «tiquismiquis» que se quejan de que Madrid nunca había estado tan sucio... mienten como bellacos. ¡Y lo saben!
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