Martín Prieto
El método Ollendorff
En «Alicia en el país de las maravillas», de Lewis Carroll, el sentencioso conejo blanco ilustra a su amiga: «Lo importante no es el valor de las palabras; lo que importa es saber quién manda». Por ello, aunque hagamos mucha bulla, es irrelevante para la Historia de España lo que inconstitucional pueda decidir hoy el Congreso catalán. Las instituciones catalanas son la más alta representación del Estado y es la Constitución la que genera sus prerrogativas, con lo que negando la mayor se deslegitiman a sí mismas. Lo que nos sucede no es un aerolito caído de los cielos, sino la prolongada tergiversación de la Guerra de Sucesión, en el siglo XVIII, y en la que se dan catalanes todavía en busca del Santo Grial o tras las leyendas artúricas de la Tabla Redonda y la disipada reina Ginebra. Manuel Azaña defendió con verbo en Cortes republicanas el primer Estatuto para Cataluña, y le dio la dúplica Ortega y Gasset apeándose de su proverbial optimismo. Sostenía el filósofo, como si hablara hoy mismo, que el problema catalán era inherente a España, y que no tenía otra solución que conllevarlo como una enfermedad crónica, con prudencia y dignidad. La relatividad de las palabras según el conejo de Alicia es engañosa porque hay palabras que exterminan el raciocinio y alteran el paisaje. Durante toda esta democracia una lluvia fina y caladora ha empapado Cataluña con mensajes subnormales. De esa nube de intoxicación colectiva basta con extraer las declaraciones de Carme Forcadell asegurando que sin España todos los catalanes tendrían pagadas sus hipotecas, o las de Rosa Regas afirmando que en Madrid te miran mal los camareros cuando pides «Vichy catalán». Contra tales melonadas es imposible cualquier ejercicio intelectual y siempre habrá cándidos o masoquistas del victimismo que las tengan por verdad revelada. Desde la noche de los cigarrillos en La Moncloa entre Zapatero y Artur Mas el diálogo entre Madrid y Barcelona ha sido por el método Ollendorff, lingüista francés que en el siglo XIX desarrolló un peculiar sistema de aprendizaje de idiomas basado en la adquisición por los infantes de la lengua materna. «Dame las llaves del coche»/ «El tiempo está por cambiar». Hay que pronunciar correctamente aunque el diálogo sea de besugos. Las vueltas dadas para meter en el Estatuto el concepto de nación catalana, como si tuviera las mismas mimbres que la nación española, fueron propias de cagatintas y leguleyos, tal como este pedestre recorrido del Condado a la República.
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