José María Marco
El nuevo bipartidismo
Hace unos meses, pocos, el «bipartidismo» era el principal causante de los males del sistema político de nuestro país. Los enjuagues, la corrupción, la falta de representatividad, la desconexión entre los políticos y el pueblo (¡el pueblo!)... todo eso y mucho más tenía su origen en la alternancia de los dos grandes partidos, PP y PSOE.
En realidad, siempre habíamos vivido en un bipartidismo imperfecto o, por mejor decir, imperfecto absolutamente. El PP y el PSOE se han turnado en el poder cuando uno de los dos estaba fuera de juego. Aun así, se reconocerá que ningún otro partido hacía sombra a los dos principales. Algo empezó a cambiar bajo la última mayoría absoluta popular. La deriva independentista acoplada con la emergencia de Ciudadanos, en el centro, y la de Podemos, a la izquierda del PSOE, trajeron una novedad sustancial. Muchas esperanzas quedaron depositadas en esta nueva situación. Íbamos a salir del supuesto atasco en el que nos encontrábamos, iba a haber más transparencia, nos íbamos a acostumbrar al diálogo permanente y, por parafrasear a la gran Meritxell Batet, el Gobierno de turno ya no podría parapetarse detrás de la mayoría absoluta, como si la mayoría absoluta significara lo peor que le puede ocurrir a una democracia liberal.
Era cuestión de tiempo que llegara la rectificación. No ha costado tanto, a pesar de todo, porque el PSOE no podía dejar de hacer el intento de gobernar con los independentistas y con sus propios vástagos de extrema izquierda. La imposibilidad de seguir por ese camino –constatada, decidida y sellada desde el interior mismo del socialismo, como tenía que ser– llevaba por sus pasos contados a la negociación y al nuevo pacto de los dos grandes partidos.
La ironía es aún mayor porque viene propiciada por Ciudadanos. Al no haber sacado los escaños suficientes, el nuevo partido de centro izquierda –de vocación regeneracionista y elitista de profesión– empujaban al PP en brazos del PSOE, como al PSOE le empujan los podemitas.
Así que ahora nos encontramos en una situación en la que los dos grandes partidos deben sostenerse el uno al otro por interés mutuo y, también, para salvaguardar el régimen, es decir la Monarquía parlamentaria o la democracia liberal, como se prefiera. Claro, que las cosas no son ya como antes. Ahora ninguno de los dos grandes partidos puede permitirse que el otro entre en barrena. Como el perjudicado es el PSOE, le toca al PP la complicada tarea de gobernar fingiendo que tiene una oposición. Tampoco puede parecer condescendiente, ni hacer demasiado evidente su superioridad.
Rajoy habrá de ser, por tanto, Cánovas y Sagasta al mismo tiempo, algo a lo que el propio Cánovas se acostumbró en su tiempo, aunque Sagasta no se mostró nunca tan intransigente con el PSOE. En otras palabras, lo que por el momento hemos restaurado es algo parecido al régimen antes vigente. La diferencia es que en este bipartidismo imperfecto, o monopartidismo por defecto, tiene que dejar paso en algún momento a un auténtico bipartidismo, que permita al mismo tiempo la colaboración y la alternancia, algo por el momento imposible.
En esta circunstancia, el PP puede hacer mucho. Lo va a hacer, sin duda alguna: la situación parece hecha exactamente a medida de Mariano Rajoy, casi como si la hubiera diseñado el propio presidente. La última palabra, sin embargo, la tienen los socialistas. Aunque sea por orgullo y algo de sentido de la dignidad, no deberían aceptar por mucho tiempo el triste papel de marioneta que les corresponde en este nuevo bipartidismo.
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