José Luis Alvite
El pediatra de la muerte
Y a hace algunos años que dudo de casi todo y parpadeo poco. Puede que se trate de escepticismo, de cansancio, tal vez sólo de una cierta rutina para aceptar que lo que nos entra con placer por la boca hemos de estar dispuestos a vomitarlo sin que el asco sea mayor que el estupor. Tengo más años de lo que esperaba tener a esta edad, he atravesado como un peregrino venéreo por el interior de cien mujeres dormidas, y por culpa de no llorar ni aplaudir a tiempo, se me amontonaron como si tal cosa los remordimientos, las banderas y los muertos. Sé muy bien lo que hice con mi vida, aunque por la cuenta que me tuvo negué haberme enterado. Fueron mías las pisadas y el calzado, la decisión de marchar y el error de no volver, y si a veces no acerté con el portal de casa, no fue por culpa de la niebla, sino porque siempre quise que funcionase en cualquier puerta de la ciudad la llave equivocada. Llevo escamoteadas en el rostro las facciones apócrifas de la gente que sufrió conmigo. Llegué tarde a los cumpleaños de mis hijos y me senté al final de la iglesia en el funeral de mi padre. Nunca creí que un hombre tuviese que arrepentirse de su mala vida salvo en el caso de que su conciencia oliese peor que su ropa interior. No tuve el menor prestigio profesional hasta que por fin conseguí desacreditarme. Y aunque ahora ya tanto me tiene, la verdad es que pasé momentos malos en un tiempo de mi vida en el que de la suerte de levantarme sólo encontraba agradable la desgracia de haber caído. Siento nostalgia de la oscuridad, del pánico y del asco. Sé que ya no veré como llega el aguacero brutal que disperse juntas la amargura, la mierda y la lluvia. Digamos que he sido la voz de un hombre en la garganta de un perro. No importa. En realidad yo solo quise ser el pediatra de la muerte.
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