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Empachados

La Razón
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Zygmunt Bauman escribió, en relación a la influencia en nuestras vidas de la televisión, que en una habitación alfombrada completamente, de pared a pared, nos veríamos en un aprieto si nos preguntasen por el material del que está hecho el suelo. Probablemente, a iniciativa propia, no nos plantearíamos nunca esa cuestión. De la misma manera, el mundo que se ve es como se ve a través de las televisiones; ésa es la realidad que damos por buena sin preguntarnos más. El descubrimiento de que el medio es el mensaje desvía la atención desde el contenido de lo que se cuenta hacia el modo en que se cuenta y es, en ese momento, cuando el objetivo que los medios de comunicación tuvieron algún día queda atrás. Estamos viviendo una campaña electoral de las más mediatizadas de nuestra democracia, con presencia continua de los distintos candidatos y representantes de los partidos políticos en todo tipo de programas, bien sea cantando, merendando o desayunando en un magazine, descubriéndonos su vida más personal en una cocina, entrevistados por unas hormigas de trapo o en los informativos de máxima audiencia. En ocasiones llegan a empacharnos sobrepasando los límites éticos, como cuando con la intención de alimentar el espectáculo y la audiencia, se realizan acusaciones personales como la del Sr. Juan Carlos Monedero al Sr. Albert Rivera.

Desde que Elihu Katz concluyó que lo que no sale en televisión no existe, todos los políticos nos afanamos porque nuestra presencia en televisión sea lo más amplia posible. Algunos hechos corroboran la eficacia de esta receta, así por ejemplo, la emergencia del Sr. Pablo Iglesias o del Sr. Rivera serían impensables sin haber contado con un hueco en la ventana mediática de la pequeña pantalla.

Pero los límites de la salud democrática están siendo sobrepasados, se ha subordinado el mensaje a la presencia en medios de tal manera que, a veces, se dificulta la percepción de cuál es el objetivo de los candidatos más allá de la victoria electoral.

El objetivo de los medios de comunicación es muy diferente. Son empresas cuyo éxito se mide no solamente en resultado económico, sino por la cuota de mercado que alcanzan, es decir, audiencias. La carrera por conseguir las mejores cifras de televidentes, oyentes o lectores, ha llevado a una derivada en la que no importa tanto qué se cuenta, ni la manera en que se cuenta, sino el resultado en términos de «share». Pero el objetivo en política es muy diferente, en el día a día, pero en particular en una campaña electoral, es el de clarificar las dos o tres razones fundamentales por las que se aspira a gobernar. Deben ser razones tan inapelables y completas que sirvan para trazar en grandes líneas el proyecto de país, que provoquen la predisposición a la adhesión del ciudadano. Se ha escrito mucho sobre las relaciones entre los medios de comunicación y la política. Felix Ortega relata cómo los medios se erigen en depositarios de la soberanía entendida como opinión pública, opinión en la que, según el autor, influyen activamente. Sin embargo, no es justo descargar toda la responsabilidad en los medios de comunicación. El republicanismo, en sentido cívico, defiende el respeto y el sometimiento de todos por igual a la Ley para evitar arbitrariedades. La Ley nos protege de los abusos y la dominación. Por tanto, nada por encima de ella. Cuando oímos proclamas que reivindican la supremacía del pueblo, como por ejemplo, nada por encima de la opinión pública, es el camino más rápido hacia la arbitrariedad. Porque la interpretación de la opinión pública siempre es objeto de apropiación por alguien, da igual que sea por parte de un dirigente político o de un medio de comunicación.

Los líderes políticos deberían reflexionar sobre la relación que desean mantener con el periodismo y sus medios. Adolfo Suárez, Felipe González, José Mª Aznar o José Luis Rodríguez Zapatero no se tiraron en paracaídas para lograr más audiencia, ni creo que lo hiciesen hoy tampoco. Les importaba más explicar lo que iban a hacer.

Dice un buen y admirado amigo que en España la política es muy respetada, aquí todos los ataques son a las personas y no a las ideas. Yo creo que lleva una buena parte de razón y eso tampoco es culpa de los medios de comunicación. Salir de la dinámica de audiencias, entretenimiento y «reality show» en favor de la pedagogía y el rigor es posible. Me viene a la cabeza Alexandre Ledru-Rollin, uno de los protagonistas de la Revolución de París de 1848, cuando gritó a la multitud: «Déjeme pasar, tengo que seguirlos, soy su líder».