Alfonso Ussía
En la cárcel
Cuando escribo es 28 de noviembre. Casualidades del destino. Se casa el hijo de unos grandes amigos y se celebra a pocos centenares de metros del lugar del genocidio. Hace 79 años, cayó acribillado por las balas el abuelo, y hoy el nieto acude a una boda siguiendo la ruta de la muerte. Lo escribí meses atrás. A don Pedro Muñoz-Seca no le dieron tiempo para ser franquista. Lo mataron –como recuerda Julio Merino hoy en LA RAZÓN–, por los únicos delitos de ser de derechas, católico, monárquico y el autor de teatro más celebrado y popular durante la Segunda República. Aunque su obra magna, «La Venganza de Don Mendo» –la más representada de la historia del teatro español–, se estrenó con rotundo éxito el 20 de diciembre de 1918 en el Teatro de la Comedia de Madrid, ciudad en la que vivió, tuvo nueve hijos y estrenó más de doscientas obras teatrales. Don Pedro había estrenado en Barcelona su comedia «La Tonta del Rizo» el 18 de julio de 1936. Le anunciaron que la Policía comunista le seguía. Se ocultó en Barcelona, y por una delación, fue detenido por dos comisarios el 4 de agosto. Don Pedro estaba acompañado de su mujer, mi abuela, Asunción Ariza Díez de Bulnes. Curiosa detención. Viajaron a Madrid con escala en Valencia. Allí pernoctaron en el «Regina Hotel», sito en la calle Lauria. La factura la pagó el detenido, lo cual resulta sorprendente. La tengo ante mis ojos. «Dos baños, 6 pesetas. Una naranjada, una peseta. Dos gaseosas, una peseta. Un «Diamante», seis pesetas. Una botella de «Solares», tres pesetas. Cuatro comidas, 28 pesetas. Tres cafés y una manzanilla, tres pesetas. 15% de servicio, 7 pesetas. Total a pagar, 57 pesetas».
En Madrid, fue liberada mi abuela mientras don Pedro ingresaba en la cárcel-checa de San Antón. Escribió a su familia desde la cárcel 41 postales y tres cartas, la última de ellas, estremecedora. Al principio optimistas y bienhumoradas, y a partir de octubre resumidas en la melancolía. En una de ellas pide a su mujer que le lleve abrigos, libros y la bigotera. «Mis bigotes se han desplomado y parezco Don Quijote». Se convirtió en el centro de la atención entre los presos. Se especializó en la limpieza de las lentejas que comían casi a diario. Levantaba ánimos y optimismos. Pero en sus soledades –las cartas lo prueban–, sabía que su final estaba resuelto y decidido. Asesinaron a todos sus amigos, militares y marinos, y con éstos a sus hijos, algunos de los cuales no habían cumplido los catorce años. Largo Caballero y Santiago Carrillo organizaron la masacre. El 27 de julio, se reunió con Cayetano Luca de Tena y Julián Cortés-Cavanillas. Les entregó algunos objetos. –Me han anunciado que mañana salgo en la expedición–. A las dos de la mañana del 28 firma su última carta a su mujer. «Como comprenderás, voy bien preparado y libre de culpas. 28 de noviembre de 1936». Al oir su nombre, sale airoso y con la sonrisa que simula la emoción. No puede abrazar a sus amigos porque le atan con un fino bramante las manos por la espalda. Le quitan uno de sus abrigos. Hace frío, y con el frío don Pedro era muy andaluz. Su reloj de bolsillo y su cadena le son también sustraídos. Sus célebres bigotes altivos y decimonónicos caen al suelo entre las risas de los milicianos. –Sin bigotes, está usted ridículo–. En Paracuellos fuma un cigarrillo mientras fusilan a los primeros cincuenta inocentes del día. Don Pedro va en la segunda tanda. Muere junto a un padre agustino. Para que sus ejecuciones fueran más eficaces, los verdugos usaban fusiles y ametralladoras con soporte fijado al terreno. Su grito de «España, viva Cristo Rey» es silenciado por una ametralladora. El preso encargado del enterramiento en las fosas comunes contó catorce impactos en el cuerpo sin vida de don Pedro. Trece y el tiro de gracia, que le atravesó la cabeza de sien a sien. Hoy es 28 de noviembre y acudiré a una boda que se festejará frente al campo del sacrificio, del genocidio socialista y comunista de Paracuellos del Jarama.
En Roma se han iniciado los trámites para su beatificación. En Madrid le quitan la calle por ser lo que nunca le permitieron elegir. Señora Alcaldesa. También a usted, títere Carmona. Permítanme que les muestre mi público desprecio.
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