José Antonio Álvarez Gundín
Es como atracar a Cáritas
Nadie va a confiar en unos sindicalistas que exigen ahora «empleo de calidad» después de haberse aplicado durante veinte años en el saqueo de los fondos para la formación de los trabajadores. De todos los escándalos de corrupción que zarandean la vida pública, el más inmoral es el de los cursos. No hay malversación que se le pueda comparar. Ni los ERE fraudulentos, ni las facturas falsificadas, ni las fechorías contables. Ni siquiera el tocomocho de las preferentes. Nada revela más crudamente la degradación ética que el robo del dinero destinado a los parados. A la formación de millones de parados. Es como atracar en la cola de Cáritas. Con el agravante de que la rapiña se incrustó en el sistema institucional como la solitaria en el aparato digestivo.
Durante dos décadas, los cursos de formación han engullido unos 20 mil millones de euros, aportados por la Comisión Europea, los empresarios y las administraciones públicas. Dos mil millones al año, más o menos. La cantidad es tan desorbitada que de haber sido bien empleada y honradamente administrada habría proporcionado trabajadores mejor cualificados y con más opciones para no caer en el paro o para salir de él con prontitud. Pero lo que alimentó este maná millonario no fue a unos obreros depauperados técnicamente, sino un vasto entramado de intereses en el que todos ponían el cazo, empezando por los sindicatos. De los pecados que atormentan a los sindicalistas honrados, éste es el único que no podrán perdonar a sus dirigentes, el de haber arrojado por el desagüe de la corrupción el dinero que habría ayudado a millones de jóvenes sin estudios ni cualificación a encontrar un trabajo de «calidad». Esos fondos eran garantía de igualdad para los menos preparados, eran su ascensor de progreso y la oportunidad de oro para un trabajo más seguro. No era un dinero caído del cielo, sino el esfuerzo solidario de otros trabajadores, de los empresarios y de los organismos públicos. Pero entre unos y otros se lo repartieron a manos llenas con la complicidad de los gobiernos autonómicos y la desidia del Gobierno de la nación, que aun sabiendo de la trapacería no cambió las normas para ponerle coto. Fallaron los controles, los vigilantes miraron hacia otro lado y se instaló la mentira como método de trabajo: cursos inexistentes, alumnos fantasmas, certificados en blanco, comisiones y mordidas, falsas academias... Un negocio gigantesco, en suma, que ha financiado las burocracias sindicales y patronales a plena luz del día. Sin distinción de ideología, de región, de color político o de clase. Se ve que en este país el consenso sólo cuaja cuando hay botín que repartir.
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