José María Marco

Fantasmas contra los avances

Desde 2008, los españoles hemos pasado por momentos muy difíciles. Hemos sufrido dos recesiones y hemos visto cómo se contraía el crédito, cómo se desplomaban sectores económicos enteros, cómo mucha gente, jóvenes y mayores, se quedaba en el paro. El Estado ha tenido que recortar gastos por todas partes. Después del fracaso de las políticas expansivas del principio de la crisis, no quedaba otra alternativa. En el verano de 2012 estuvimos a punto de ser intervenidos y se habría desatado una segunda crisis, esta vez política, de consecuencias imprevisibles.

Las primeras reformas llegaron cuando Rodríguez Zapatero, enfrentado a la responsabilidad de una catástrofe, cambió su línea de actuación. Las elecciones de noviembre de 2011 despejaron el panorama político y frente a la debilidad del Gobierno socialista, otorgaron un respaldo muy sólido al nuevo gobierno del Partido Popular. El mandato estaba claro: hacer las reformas necesarias para alejarnos del precipicio y empezar a remontar. Sin radicalismos, claro está, y con la actitud de prudencia y voluntad de diálogo que caracteriza a Mariano Rajoy.

En apenas dos años, hemos dejado atrás la recesión y el paro ha dejado de aumentar. Todos los índices, desde la exportación hasta la productividad, pasando por el crédito, la deuda privada y el consumo, han ido ofreciendo resultados cada vez más positivos. Falta mucho para dar por terminadas las consecuencias negativas de la crisis. Pero la situación es hoy mejor que hace poco tiempo. Así lo reconocen analistas, agentes económicos y responsables políticos como Obama, Durao Barroso o Christine Lagarde. Todos constatan una realidad nueva, y todos tienen ganas de que España deje de ser un problema y vuelva cuanto antes a crear empleo y prosperidad. Todos... menos, al parecer, bastantes españoles. Nadie espera unanimidad en el debate político democrático. Al contrario, los sistemas democráticos liberales se basan en la seguridad de que siempre habrá conflictos. Por eso, para encontrarles soluciones pacíficas, es necesario que los agentes políticos lleguen a consensos sobre el propio sistema y sus fundamentos. Esto es lo que parece estar fallando en nuestro país una vez más.

Está en los genes de la izquierda española negarse a aceptar que sus adversarios de centro derecha tienen la misma legitimidad para gobernar en democracia. Por eso no hay forma de que esa izquierda llegue a pactos como los que se consiguen en países donde, por ejemplo, los socialdemócratas han gobernado durante décadas. Cualquier reforma que no venga de la izquierda es un ataque a la democracia y una negación del régimen de libertades: habrá de ser suprimida en cuanto los socialistas lleguen al poder. En vez de diálogo y continuidad, chantaje y amenaza. Hay incluso quien ha encontrado en internet y las nuevas tecnologías una excusa para buscar alternativas a la democracia representativa. Los nacionalistas catalanes han aprovechado la crisis para plantear un desafío populista y secesionista al Estado. Sigue coleando la obsesión nacionalista nacida en la crisis de finales de siglo XIX, lo que aquí se llamó el 98. Aquello nos llevó a destrozar un régimen liberal, a confundir la democracia con la exclusión, a matarnos los unos a los otros y a cuarenta años de dictadura. Por lo que se ve, es lo que estos españoles obsesionados con su problema de identidad siguen queriendo. La extrema izquierda, amparada desde algunas instituciones y partidos de izquierda, está empeñada en restaurar la España fanática e intolerante, esa España brutal que nosotros mismos nos hemos complacido en imaginar como si fuera la imagen más veraz de nuestro país. Parece que no logramos superar el masoquismo narcisista. El mismo que nos lleva a hablar con suficiencia y desprecio de «este país» y de los «españolitos», como si lo que nos pasa a nosotros no ocurriera en ningún otro sitio, y como si quien así habla no fuera responsable de nada.

La recuperación es todavía incipiente y frágil. Nada nos garantiza que los esfuerzos realizados hasta ahora den resultados. Por eso, no estaría de más que cada uno pensara qué papel le corresponde, como español y como persona, en la salida de la crisis.