José Luis Alvite
Fracaso con fresas
No tendremos un Madrid olímpico en 2020, así que hemos de fijarnos objetivos distintos y concebir esperanzas nuevas. Nos habíamos creado una ilusión que resultó infundada, eso es todo. La vida sigue. Somos un pueblo viejo acostumbrado a que en nuestra historia con frecuencia el final de la verbena coincidiese con el comienzo de la guerra, como cuando en la adolescencia no nos hacíamos demasiadas ilusiones durante el bolero porque sabíamos que un instante antes del beso una tromba de agua ensombrecería la tarde, enfriaría a la orquesta y dispersaría el baile. En realidad los españoles siempre hemos sabido que una alegría está incompleta si en el momento de su festejo no sobrevienen la premonición de la amenaza y la tragedia que la malogra. En el vecindario es frecuente que se murmure de los matrimonios que permanecen mucho tiempo unidos porque tenemos la experiencia de que es en los alucinados momentos de la miseria cuando de verdad nos entendemos. En la conducta de los españoles la desesperación siempre nos ha cundido más que la calma y sabemos que el placer de la serenidad se disfruta más después de haber perdido la paciencia. O al final de un fracaso como el de la candidatura olímpica de Madrid, cuya frustración despierta en nosotros la vieja solidaridad funeral, esa capacidad que tenemos los españoles para contar un chiste de monjas en la penumbra del tanatorio en el que velamos el cadáver de nuestro padre. No hay motivo para rasgarse las vestiduras, ni razón para reverdecer los viejos fantasmas de la perezosa inutilidad nacional. No somos peores que antes del fiasco. Continuamos siendo el mismo pueblo viejo y escarmentado, los españoles de toda la vida, esos tipos joviales y correosos, aun simpáticos, a quienes su historia les enseñó que en el dolor de los fracasos se urde siempre la luz de la esperanza, del mismo modo que en las ensangrentadas ruinas de la guerra encontraron nuestros abuelos las fresas más sabrosas.
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