Ángela Vallvey
Gerona
Juan de Mariana decía que está puesta en un sitio cuesta abajo, al pie de un río «que antaño se llamaba Tici y que hoy se denomina Tera». En realidad son cuatro los ríos que regañan suavemente las riveras de la ciudad, las erosionan con sus abrazos húmedos, pero también las acarician. Los muros aquí son de buena estofa, como quizá aseguraría de Mariana. La ciudad se destaca por sus fuertes y torres de piedra. La piedra la ha ido dibujando como un lápiz gigantesco. Hay casas nobles, iglesias... Seduce la escalinata de la catedral, sobria pero tenue, como un verso de agua. Su nave inmensa, las vidrieras que arañan con luces de colores la frugal oscuridad del espacio sagrado.
Una ciudad medieval, seria y ruda, pero firme y hermosa. También se la podría haber llamado Vetusta, Clarín pudo elegirla como escenario soñado. Junto al Ter, se respira un aire antiguo y romántico, deliciosamente provinciano pero moderno, de la manera en que algunas ciudades parecen ancladas en el pasado y sin embargo poseedoras de todos los secretos del porvenir. El río Oñar discurre entre una fila de casas tradicionales que perfilan la médula de la ciudad. La estampa del río enmarcado de balcones y galerías de colores rosas y azules, blancos y rojos, es una de las más hidalgas y curiosas que el viajero pueda contemplar. Los puentes se alinean sobre el agua con una gracia vieja, una gravedad formidable que atrapa el sol y lo convierte en fondo dorado del que emerge el contorno de la catedral.
El Barri Vell, el viejo centro de la villa, es monumental e impone silencio a las pisadas de los viandantes, que respiran pausadamente a la sombra de sus murallas carolingias. A lo largo del Paseo de la Muralla, el aire hace ronda sigilosa en la textura de sus aristas. Esta es una ciudad romana, Gerunda, cuyas calles han sido holladas por pies antiguos, de paso firme, que sabían dónde abrir caminos, que estampaban huellas indelebles en el devenir de la historia. Aquí se vivió, se ama, se sufrió, se imagina...
Los días son fluviales y el verano conserva el tacto del agua en las fachadas de las casas colgadas sobre el río Oñar, que divide a la población separando el Barrio Viejo y el Mercadal. Gerona gusta de tender puentes. Incluso sin ríos, los viaductos servirían para cruzar al otro lado. Del agua, de la tierra, del aire.
La memoria se escribe en los reflejos de licor del río con precaución, y las nubes son un plumón de cisne que se da la media vuelta en cuanto cambia el viento.
En la Rambla de la Libertad, la Gerona barroca se transforma en espacio posindustrial, popular, bullicioso, joven. El pasado da entrada al futuro con una suave inclinación de cabeza.
En los días de lluvia predominan los tonos verdes oscuros y la ciudad parece asentarse sobre sus cimientos, hablar tranquila de secretos intemporales, de tú a tú con la tierra, recordando la multitud de historias que han dejado huella en los arcos de las casas medievales, por las calles que serpentean en la mayor judería de Cataluña...
Las escaleras del palacio vizcondal se ponen oscuras cuando el ocaso se cierra como un telón sobre los edificios. Se atisban cercanos el pico de Sant Grau, el Perelló, la cima de Sant Marçal...
En Gerona las calles parecen siempre descansando, y la tierra se muestra amable, ofrece la sensación de que la interminable búsqueda del viajero puede tener su recompensa en una loma cubierta de bosques que respiran acompasados con el color del cielo..., allí al fondo, al alcance de la mano.
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