Ramón Sarmiento

¿Habrá «efecto contagio»?

Ya en la «Divina Comedia» el poeta florentino Dante Alighieri dividió el Infierno en nueve círculos en donde, según su gravedad, los condenados purgaban los pecados cometidos. En el octavo y en brea hirviendo, situó a los políticos corruptos que habían cometido pecados de fraude o traición. En su uso más antiguo, la corrupción está concebida como lo opuesto a la generación de la vida; proviene del verbo latino «corrumpere»: descomponer, destruir, pervertir algo o a alguien. Se aplicó, primero, en el sentido físico de putrefacción, infección, contaminación de algo por haberse dañado o podrido. Después, adquirió otras connotaciones como la corrupción de las costumbres: «sobornar o cohechar al juez o a cualquier persona con dádivas o de otra manera», acción tipificada como conducta delictiva en El Fuero Juzgo de Alfonso X el Sabio. Y fue objeto de obras literarias en nuestro Siglo de Oro que retratan toda una variedad de pícaras y de pícaros, la literatura picaresca. Pero fue en el «Diccionario de Autoridades» (1729) en donde aparece el retrato verbal de la corrupción hispana con toda su parentela. En el centro, aparece imaginativamente el progenitor de la prole, el verbo «corromper» en todas sus acepciones: «corrupción, corrompedor, corrumpente, corruptor»; y la de la posibilidad de ser corrupto: «corruptible, corruptibilidad, corruptivo»; a la izquierda, figura el inicio del proceso: «corromperse»; a la derecha, están todas las maneras de corromper: «corrompidamente, corruptamente»; y el grado superlativo: «corruptísimo»; y en la base del cuadro, como sustentándolo todo, yace como una peste mortífera lo denotado por los participios: «corrompido, corrupto».

A la vista de tal variedad, erradicar de la España de las Autonomías la corrupción se antoja tarea dificultosa; ha brotado por doquier como las setas en otoño. Porque estaba ahí aunque era imperceptible. Por ello, requiere medidas tan radicales quirúrgicamente que la misma sociedad que las demanda no las soportaría. Y el antídoto normal y disponible es cultura de regeneración: «acción de dar nuevo ser a algo que degeneró, restablecerlo o mejorarlo». Pero revertir la degeneración política, social y moral requiere el esfuerzo continuado de varias generaciones. Como escribió Tirso de Molina en «El burlador de Sevilla», «tan largo me lo fiais».