Cine

Alfonso Ussía

John Wayne

La Razón
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El Parlamento de California me ha ofendido gravemente. Su mayoría de buenistas ha votado en contra de aprobar el Día de John Wayne. A mí, eso de los «Días de...» se me antoja ridículo, desde el Día de la Madre y el Padre, de la Mujer, del Bebé Foca y del Orgullo Gay. Hay que suprimir todas esas patrañas. Lo he escrito en diferentes ocasiones. Mi madre tuvo diez hijos. Vivimos nueve hermanos. Y nos lo dejó muy claro durante una cena familiar en el decenio de los sesenta: «Soy vuestra madre todos los días del año excepto el Día de la Madre». Nuestro padre era un vasco tímido y callado, y si el Día del Padre osábamos felicitarlo resignaba la mirada al suelo, se turbaba y experimentaba un episodio de vergüenza ajena, de culminante alipori. Luis Escobar soltaba látigos de indignación con el Día del Orgullo Gay y con el espectáculo atroz de su cabalgata. «Nos ofende a los que somos maricas de los de siempre, los de toda la vida». Esto de los Días de... se parece a las fiestas benéficas de Marbella y Sotogrande: «La Cena por el Hambre en Etiopía, buenísima, mucho mejor que la del año pasado»; «la organización del campeonato de pádel en beneficio del lince ibérico, perfecta. El año que viene se dedicará a la defensa del lobo».

Si hay justificación para celebrar un Día de... el de John Wayne sería uno de los pocos aceptables. Me contaba José Luis Garci durante una comida, que John Wayne era el único actor capaz de cargar con un mero golpe de mano un rifle «Winchester» sin precisar posteriormente de los servicios médicos de la productora. John Wayne ha sido acusado de racista por unas palabras interpretadas con el sesgo habitual de los buenistas. Se refirió, como bien nos ha informado Julio Valdeón, corresponsal de LA RAZÓN en Nueva York, «a la supremacía blanca hasta que los negros sean educados en la responsabilidad». Pero Wayne no respondió a una pregunta racista, sino política. Esos negros eran los «Panteras Negras», una organización violenta que despreciaba el sueño de igualdad y convivencia de Martin Luther King. Wayne era tan poco racista que sus mujeres fueron hispanas, y en el trasfondo de su dureza en las películas del Oeste, siempre emergía su humanidad. «Centauros del Desierto» es el ejemplo. Una película del Oeste sin Wayne es como un jardín sin flores. Esa fuerza, esa vitalidad, esa arrogancia, esas piernas arqueadas, ese caballo empequeñecido por la montura del gigante... Tengo que reconocer que en mi infancia y primera juventud siempre quise ser como John Wayne, y de ahí mi indignación con el necio Parlamento de California.

Con independencia de las películas del Oeste, Wayne hacía soportables cintas mediocres gracias a su presencia. «Hatari» y «La Taberna del Irlandés» son muestras indiscutibles de lo que escribo. «Hatari» está hoy prohibida por la conciencia animalista. Wayne capturaba animales de la sabana africana para los zoológicos, y esa profesión hoy en día estremece a quienes defienden a un elefante antes que a un niño que se propone nacer. La eterna discusión. Y en «La Taberna del Irlandés», rodada en Hawai, John Wayne bebe las botellas de cerveza como nadie las ha bebido jamás, y se pelea hasta con su sombra, lo cual está sólo al alcance de los genios de la interpretación.

En su vida privada fue un tipo ejemplar, y de él escribe maravillas en sus libros de «Memorias» el genial David Niven, tan buen actor como escritor. John Wayne no mató jamás a un sioux. Era actor. Cumplía con su papel. Y cargaba su «Winchester» con una mano. Está bien, y lo acepto, que la vida no haya hecho realidad mi sueño de ser como él. Pero lo de California es de asnos. Sin John Wayne, California pierde una barbaridad.