José Luis Alvite
La abdicación
En la circunstancia de la próxima intervención quirúrgica al Rey estamos ante el caso de un asunto que sería menor si no fuese porque se plantea de nuevo la posibilidad o la conveniencia de su abdicación. Es natural que Don Juan Carlos tenga los achaques propios de su edad y que en consecuencia vea debilitada su movilidad y mermado su entusiasmo. Le aflige un problema con su prótesis de cadera, nada que no pueda resolverse con la caja de herramientas. Para plantearse seriamente la conveniencia de una abdicación, lo principal no sería que a Su Majestad le fallase la cadera, sino que no le funcionase la mente. Franklin Roosevelt se desempeñó como presidente de los Estados Unidos sentado en una silla de ruedas, con una manta de lana sobre la leña inmóvil de sus piernas, y nadie puso su eficacia en entredicho, ni a un solo congresista se le pasó por la cabeza la idea de que al jefe se le notase en sus decisiones la mano caprichosa del ventrílocuo. Puede el Rey abdicar por propia decisión, si así lo desea, pero sería absurdo que cediese a las presiones de quienes consideran que se trata de un asunto prioritario. La salud de Su Majestad es recuperable y no se enfrenta a un acto quirúrgico desesperado, sino a una circunstancia clínica previsible en alguien en quien hay que considerar natural que sus articulaciones no sean más resistentes que las bisagras de su despacho. Seguro que la sabia pachorra del doctor Cabanela le devuelve su movilidad y el semblante de don Juan Carlos recobrará su buen aspecto anterior a la crisis ortopédica, cuando al final de sus vacaciones se reincorporaba a su despacho en La Zarzuela con el mismo aspecto bronceado y reluciente que si le hubiese dado una mano de barniz el luthier de Rostropóvich. Ahora sólo cabe esperar que en un inesperado delirio de la anestesia no tenga Su Majestad la ocurrencia de abdicar en Jaime Peñafiel.
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