Elecciones Generales 2016

La campaña de la aritmética

La Razón
La RazónLa Razón

Queda una semana para las elecciones y todavía tenemos todo el pescado por vender. La aritmética de la noche del 26-J se convertirá en la protagonista de excepción de una tragicomedia que ya dura demasiado. Los cuatro partidos hegemónicos tendrán que definir su estrategia a expensas de los números. De lo dicho en campaña, ninguno se acordará. No podrá hacerlo porque la aritmética impondrá su lógica diabólica.

Los partidos tratan de arañar esos votos que los separan de la victoria o la derrota. La aritmética aliada con la Ley d’Hont puede cambiar resultados en casi una veintena de provincias. Unos 50 diputados son los que inclinarán la balanza, la varita mágica que puede deshacer el nudo Giordano en el que se ha convertido la política española. La pugna es dura, pero no se puede decir que sea una campaña bronca. Siempre hay alguna excepción, sin duda, pero los estoques no –parecen– dejar heridas profundas. Se asemejan más a pellizcos de monja. Quizás, todos piensen en la fatídica aritmética y no es cuestión de poner más problemas de los estrictamente necesarios.

Con este objetivo, Rajoy, Rivera, Sánchez e Iglesias emulan el esquema de la selección española y se dedican a achicar espacios para alcanzar el triunfo final en un «remake» de «El disputado voto del señor Cayo». Alcanzarlo sólo dependede acertar en los mensajes. Arriesgando lo justo. Iglesias se augura vencedor erigiéndose en el depositario del voto útil, ya sea un socialista desencantado o un ciudadano harto de la situación. Rivera pide la cabeza de Rajoy apelando al voto popular que no ha visto con buenos ojos la gestión del líder del PP. Rajoy se la devuelve acusándolo de ser la muleta del PSOE y se reivindica como el único capaz de señalar una senda de futuro amparándose en los números que les son propicios, o al menos permiten esbozar un discurso creíble. Sánchez apela a los sentimientos para recuperar al votante socialista de toda la vida y no duda en buscar el cuerpo a cuerpo con Iglesias. Todos actúan evitando cualquier riesgo. Las encuestas diarias publicadas en los medios, y las encuestas que tienen los partidos guardadas bajo llave, marcan la tónica diaria. Sin muchos cambios. Alguna anécdota, como mucho. Los mensajes están calculados porque los errores se pagan muy caros cuando todo pende de un hilo. Mejor dicho, cuando depende de la temida aritmética.

La situación no cambia demasiado en los territorios con mapas políticos diferentes. Es tan anodina como en el resto. En el País Vasco, PNV y Podemos se juegan el liderazgo; en Galicia, En Marea puede cambiar la correlación de fuerzas; y en Cataluña, los independentistas intentan evitar uno de los peores resultados del secesionismo. Van a tener menos resultados que el bloque constitucionalista –PSC, PP, C’s– y van a empatar, en el mejor de los casos, con En Comú Podem, que está erosionando sus caladeros tradicionales.

Con este panorama, todos miran de reojo al cisma que vive la organización independentista de extrema izquierda. El futuro de la CUP, junto al resultado electoral, marcará el futuro político de Cataluña y la moción de confianza a la que se someterá el president, Carles Puigdemont. En la CUP han sacado las hachas. Los partidarios de la independencia a ultranza contra los que priorizan la revolución social. En los años 86 y 87, dirimieron estas mismas diferencias a puñetazos en el Fossar de les Moreres. Ahora, la cosa no llega a mayores, pero el buen rollo «rezuma» por los cuatro costados. Los díscolos acusan de estalinismo a la dirección. Anna Gabriel y Benet Salellas son los «Ceaucescu». La dirección está controlada por elementos «españolistas de izquierdas» –¡toma ya!– y Gabriel es «ese señor georgiano con bigote», según un antiguo compañero de escaño. ¡Si Stalin levantara la cabeza!, vería la fractura de la CUP.