Cristina López Schlichting
La capital es Bruselas
Servidora es mestiza, de manera que está vacunada contra el nacionalismo. Me resulta genéticamente imposible creer en la superioridad de mi parte española sobre mi parte alemana, o viceversa, porque no podría entenderme. Soy ordenada como los alemanes, pero improvisadora como los españoles; franca como los de arriba del mapa y sociable como los de abajo; rígida en unas cosas, flexible en otras...un lío. Estar a caballo de dos culturas previene frente a idealizaciones, porque sabes que ambas tienen rasgos maravillosos... y lamentables. Lo único importante de una identidad es que te proporciona raíces y te sirve de puente hacia otras. Ser madrileño o valenciano, por ejemplo, es un buen camino para ser español y europeo. Si, por el contrario, tu pueblo, ciudad o nación te conducen a aislarte, te empobreces. Naturalmente, las naciones no siempre van en la misma dirección. Alemania vivió un momento extremo de introspección y auto ensalzamiento durante el nazismo; pero en cambio se abrió extraordinariamente al exterior cuando cofundó la Unión Europea. España se derramó por América en el siglo XVI, pero practicó la auto agresión en la Guerra Civil. Los nacionalismos secesionistas o las ideologías excluyentes coinciden, a mi modesto juicio, con tiempos de egoísmo y estrechez cultural. Se dan cuando los pueblos se creen superiores a los vecinos, enfatizan lo suyo, sueñan con expansiones imperialistas. Lo he vivido en Osetia y Georgia, o en Kosovo y Serbia. Los resultados de las separaciones no son espectaculares: la vida sigue siendo difícil, los sufrimientos y problemas permanecen y, encima, uno ya no puede culpar a nadie de sus penas. En Cataluña hay quien ha vendido la belleza del país, su cultura, sus valores, como un factor separador. No deja de sorprenderme que una generación que ha luchado por la entrada de España en la Unión Europea y que estaba entusiasmada por el fin de las fronteras, jalee ahora la erección de una nueva frontera en Europa. Tanto más, cuanto hace mucho que la capital de España no es Madrid, ni la de Cataluña, Barcelona. Nuestra capital es, y lo será cada vez más, Bruselas. Hacer un muro estatal entre Aragón y Cataluña, o entre Cataluña y Valencia, ralentizará la integración del continente, multiplicará gastos y creará heridas. Salvo que Cataluña quiera abandonar Europa –y no parece– necesita del voto de España para convertirse en miembro de la UE (como señalan los reglamentos) y eso es difícil, al menos a corto plazo. Así pues, si elige la secesión, el Gobierno catalán va a condenar a una sociedad moderna e integrada a hacer la interminable cola-pepsi-cola de los países que solicitan su entrada en la Unión, desde los países bálticos hasta Turquía. Sorprende que tanta gente en Cataluña se apunte a una aventura tan imprevisible. Sólo puede entenderse semejante división social (al 50 por 100, más o menos) como un efecto de la propaganda de dos ideas nefastas: «España no nos quiere» y «La independencia es la solución a la crisis». Son ambas tan poco verdaderas que me estremecen. Alguien, algún día, lamentará haber repetido sendas mentiras y llorará consecuencias dolorosamente perjudiciales.
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