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La Constitución de la concordia

La Constitución de la concordia
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No se recuerda otro momento de la historia en el que España haya hecho un esfuerzo parecido en busca de la concordia nacional como el que culminó con la Constitución del 78, que ahora cumple 36 años y que ha proporcionado la mayor etapa de libertad y de progreso a los españoles. La tarea no fue fácil. La incertidumbre y el escepticismo acompañaron toda la etapa constituyente. «Al fin las dos Españas de acuerdo. Es más lo que nos hunde que lo que nos separa», indicaba Ramón en su viñeta de «Triunfo» en el número que apareció el 11 de mayo con la Constitución en el telar. Y sin embargo se trataba precisamente de superar de una vez la maldición de las «dos Españas», aunque hubiera que vencer enormes dificultades. Había que hacer frente a la grave crisis económica, para lo que se hicieron los Pactos de la Moncloa, que fueron además el mejor ensayo y la base para el consenso constitucional; a la vez, había que sacar al país del aislamiento internacional e iniciar la delicada operación de transformar, ante la presión, sobre todo, de vascos y catalanes, el Estado monolítico en el de las autonomías. Todo ello, en medio de fuertes tensiones sociales, del feroz embate del terrorismo –ETA, superando todas sus marcas, asesinó en 1978, año de la Constitución, a sesenta y ocho personas– y de la constante amenaza del golpe de Estado.

En estas condiciones, se logró, con las imperfecciones inevitables, la mejor de las Constituciones posibles. Los españoles que venían del exilio y los reformistas que procedían del viejo régimen juntaron sus esfuerzos hasta conseguir un compartido marco legal de convivencia. Todos tuvieron que ceder parte de sus pretensiones. Se trataba de que con esta Constitución pudiera gobernar lo mismo la derecha que la izquierda. Y así ha sido. En cierta medida, en el duro forcejeo de la elaboración, con momentos de portazos y airados desacuerdos sobre todo por parte de los socialistas, se alcanzó el término medio, en el que se asienta la moderación, o sea, el centro-izquierda y el centro-derecha, espacio en el que conviven la España laica y la España católica. Este delicado equilibrio, que ahora quieren romper los que se proponen acabar con el sistema nacido en la Transición democrática, ha demostrado su eficacia y, una vez roto, se antoja difícil de recomponer. De ahí el temor de muchos a abordar sin garantías de amplio consenso una reforma constitucional de gran calado.

El día 22 de julio de 1977, cuando los diputados y los senadores de las primeras Cortes democráticas desde la República ocuparon sus escaños, lo único que parecía claro era que estas tenían que ser unas Cortes constituyentes. Había prisa, pero nadie estaba seguro de cómo se iba a elaborar el texto constitucional ni, mucho menos, su contenido. La primera propuesta, nacida en el Ministerio de Justicia, de la mano de Landelino Lavilla y Miguel Herrero de Miñón, no podía ser más simple: el Gobierno de UCD, que para eso había ganado las elecciones, elaboraría un borrador más bien breve sin pérdida de tiempo, que se sometería inmediatamente a la consideración y aprobación del Congreso de los Diputados. Socialistas y comunistas rechazaron rotundamente el plan de Landelino. En la Zarzuela se barajó entonces la idea de una comisión regia, formada por personalidades de prestigio de distintas ideologías –entre los senadores reales había mucho donde escoger–, que prepararan en poco tiempo una carta constitucional breve y clara, capaz de suscitar rápidamente el apoyo de todos los grupos políticos. La respuesta de Felipe González no se hizo esperar: «Las Cortes se bastan y se sobran para dotar al país de una Constitución». Y así fue.

En la elección de los siete ponentes también hubo sus más y sus menos. Para evitar que la figura indiscutible de Enrique Tierno, entonces presidente del PSP, formara parte de la ponencia constitucional –los del PSOE querían un solo partido socialista– se impidió, con el pretexto de la aritmética parlamentaria, que fuera el nacionalista vasco Xabier Arzalluz uno de los siete padres de la Constitución. Fue uno de los mayores errores. «Nunca se arrepentirán bastante de que no estemos allí», declaró entonces el político vasco. Al final, el PNV no cedió en su defensa de los derechos históricos por encima de la Constitución, lo que provocó uno de los puntos más calientes del debate constitucional, y al final no votó a favor, se abstuvo como en la Constitución de la República. No fue el caso de los nacionalistas catalanes, que colaboraron activamente a su elaboración y aprobación. En ningún momento exigieron la autodeterminación, y rechazaron expresamente un régimen fiscal como el de los vascos. La única concesión que les hizo Adolfo Suárez, tras un encuentro en la Moncloa con Jordi Pujol y Miquel Roca, fue la introducción del término «nacionalidades», que ha ocasionado luego tantos desbordamientos.

Aparte del título octavo sobre las autonomías, condicionado por el empeño del ministro andaluz Clavero Arévalo y otros de inaugurar el «café para todos», lo que con el tiempo diluyó la diferencia entre nacionalidades y regiones, los aspectos centrales del debate constitucional fueron: la aprobación de la Monarquía parlamentaria, objetivo principal de Adolfo Suárez, que logró el respaldo de Santiago Carrillo para vencer las resistencias republicanas del PSOE; la renuncia a la confesionalidad católica del Estado, que contó con la aquiescencia del cardenal Tarancón, y el establecimiento de un marco socio-económico de claro color progresista, que complació especialmente a los sindicatos y a la izquierda y que inquietó al principio al mundo empresarial.

Gran parte de las negociaciones se llevaron a cabo fuera del Parlamento. En esta tarea, muchas veces nocturna, de desatascar el debate tuvieron una meritoria participación Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra. «De grandes cenas están las Constituciones llenas», escribió un destacado cronista parlamentario. A finales de mayo, el Rey Juan Carlos, complacido con la marcha de los debates, después de haber superado momentos críticos, recibió en la Zarzuela a los principales líderes políticos. «Hemos salvado el escollo más peligroso», declaró el ucedista José Pedro Pérez-Llorca, conocido como «El Zorro plateado». «Todos hemos ganado», reconoció el socialista Gregorio Peces-Barba. «No hay vencedores ni vencidos», corroboró el entonces comunista Jordi Solé Tura. Era la proclamación de la concordia. Los que vivimos de cerca el nacimiento de la Constitución y comprobamos la fragilidad del equilibrio logrado sentimos ganas de advertir: «No la toques ya más, que así es la rosa». Pero, en fin, quizá no le vendrían mal unos retoques con muchísimo cuidado.