M. Hernández Sánchez-Barba
La Corona, esencia de la Monarquía
La ética filosófica del siglo XIX se agota en el análisis de la conciencia moral y de sus actos. Con ello se pierde el más serio clamor a una contemplación del contenido de sus valores. Nicolai Hartmann (1882-1950), al cabo de sus tres ediciones de «Ética» (1929, 1935, 1949), ha incidido, con rigor, en el concepto socrático de la ética de los valores, en proyección de opinión pública social, sobre aquellos valores de la persona en la triple condición de existir, poder y situación, en relación con la existencia. El catedrático Pedro Cerezo Galán, estudioso del pensamiento español, ha situado en su reciente libro «Ética pública. Ethos civil» (2010) la problemática de un espacio político, que entiende como propio, de la interacción social en la exigencia de una política de consenso y a plantear opiniones sobre algunos aspectos y modo de pensar de los miembros de la cúpula del Estado, en relación sobre todo con su inserción en el mundo del conocimiento general y, en particular, respecto a la perfección en orden a sus funciones propias.
Fray Antonio de Guevara (1480-1545), en su obra «Relox de príncipes» (1529), dejó sentado que «el príncipe es cabeza del Reino, y así como en la cabeza están todos los sentidos, así en el príncipe deben estar todos los estados, porque las virtudes que están entre muchos derramadas han de estar en un príncipe recogidas». Señala en ella la existencia de una imprescindible figura central –en el sentido de equidistancia– y superior –con el significado de proximidad– que evite de modo radical la figura del rey «distante» o de «alejamiento espiritual», porque ello reduce su accesibilidad. Los maestros del pensamiento de los siglos XVI, XVII y posteriores trazan la ordenación racional del poder político radicado en el Estado, así como su estructura íntima, cualquiera que fuese la forma que pudiese adoptar dicho poder. No se trata de formas de gobierno, entre otras cosas, porque cualquiera que fuese la forma adoptada, lo importante es que no actúe contra la esencia del poder. Opinión característica es la que ofrece el gran historiador general de España, Juan de Mariana (1535-1624), que en 1599 publicó en Toledo su tratado «De rege et de regis institutione», que Georges Cirot consideró el libro «más notable y audaz que posee la literatura política española». Destaca, de modo particular, sobre los deberes del rey y su necesaria subordinación al interés común, con un prodigioso planteamiento doble de modernidad y sentido del Estado.
En la Constitución española de 1978 se recoge la figura de la Corona como institución básica del Estado. Las menciones sobre la figura de la Corona (artículo 57, párrafos 1, 2, 3, 4 y 5) demuestran que el título, extraído de un venerable contexto teórico e histórico, implica la elección de un concepto –Corona– distinto del órgano monocrático supuesto por la persona fija de Su Majestad el Rey. Corona es, sin duda, derivación de la Jefatura del Estado en el orden constitucional, que permite comprender las facultades, competencias y prerrogativas que se atribuyen al Jefe del Estado en el texto constitucional.
La presencia de Sus Majestades los Reyes y de Su Alteza Real el Príncipe de Asturias es absolutamente necesaria para legitimar las instituciones, e incluso la misma vida política, mediante la cercanía a sus súbditos y en virtud del cumplimiento de sus funciones, exclusivamente para hacerse presentes, no para justificar ningún poder, ni autoridad, sino para fortalecerla. El Rey, la Reina y el Príncipe de Asturias se rigen por su propia alta función, su preparación y formación intelectual y cultural, pero sobre todo, de modo particular, por el juicio que tienen de sí propios. Otra cosa sería que estuviesen distantes, en la inacción o el pesimismo. Las ideas son fuerzas que engendran valores. Recuérdese las afirmaciones de John Gottlieb Fichte (1762-1814), en sus «Discursos a la nación alemana» (1807-1808), instando a la acción del buen sentido personal, sin limitarse al cumplimiento estricto para alcanzar el máximo en el ejercicio del deber en relación con los valores.
En esa frontericidad del saber, el Rey, la Reina y el Príncipe, con su coparticipación espiritual en actos predilectos nos revelan su íntima felicidad. Don Juan Carlos, en la participación en las cumbres iberoamericanas, sobre el diseño de las grandes líneas estratégicas, acerca de ideales con evidente inclinación hacia el querer. El Príncipe de Asturias, en fin, deja advertir en los actos de proyección mundial de los Premios que llevan su nombre cada año en Oviedo, el valor de la felicidad, participando con los asturianos, con su propio ser de Heredero de la Corona, en los símbolos de alta cultura, en la vanguardia del Ser.
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