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La Fiesta Nacional

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Ayer fui con mi hija y tres nietos a ver el desfile del Día de la Fiesta Nacional. Los nietos son todavía pequeños y amenazaba lluvia, pero nos decidimos a ir porque teníamos la necesidad de manifestar algo. Nos encontramos con mucha gente que aparentemente sentía lo mismo que nosotros, que quería expresarse, aunque no supiera exactamente por qué. A lo mejor –imagino– era el sentimiento de pertenecer a una gran Nación, pese a que está atravesando sin duda un trance amargo. Desde luego, no será el primero de nuestra larga historia que superemos. No estoy seguro, pero me pareció que la gente tenía ganas de decir algo.

La Fiesta Nacional, celebrada en el mismo día que descubrimos la América a la que luego dimos idioma y religión con nuestra sangre y nuestro sudor, es quizás la fecha idónea para recordar qué fue –y por lo tanto qué es– España. En aquel día y en los otros muchos que siguieron a continuación, volcamos la Historia.

El desfile de nuestras tropas es algo espectacular. Pero yo, más que en los uniformes, me fijo en las caras de las mujeres y de los hombres que se han comprometido a defender con las armas nuestra convivencia y nuestras libertades.

El gesto de los que desfilan me recuerda lo que sentía cuando yo lo hacía –como pueden suponer hace ya bastantes años– por el paseo de la Castellana. No se pueden llegar a imaginar cómo se agradecen los vítores y los aplausos del pueblo al que servimos.

Idealmente pienso que también deberían participar en la Fiesta Nacional otros estamentos además del militar. Habría que buscar la fórmula –distinta del desfile desde luego– para que obreros, jueces, médicos, bomberos... en una palabra, el pueblo, estuviera presente. Es una pena que a los norteamericanos les hayamos copiado el Halloween pero no el 4 de julio.

Los españoles estamos unidos no por la fuerza de las armas, sino por nuestros intereses y sentimientos, cultivados a lo largo de tantos cientos de años, viviendo juntos tanto buenos como malos momentos.

Esto es algo que se palpaba ayer en una mañana nubosa de domingo en Madrid, viendo pasar a nuestros soldados y marinos, y levantando la mirada para observar los aviones, y quizás –un poco más lejos– un futuro mejor para nuestros nietos.