Ángela Vallvey
La jueza
La jueza del caso ERE en Andalucía, Mercedes Alaya, está acostumbrada a aplicar la Ley desde que tenía una edad en la que otros sólo practican la cata del calimocho. A mí me gusta esa mujer seria y elegante que está llevando entre las manos un caso que es un ascua ardiendo recién salida de los estercoleros político-económicos de esta España mía, esta España nuestra (ay, ay). Creo que la jueza posee «Mens sibi conscia recti», un espíritu con conciencia de lo recto, como decían los latinos, aunque sólo sea porque continúa a lo suyo, diseccionando el pudridero de un caso que rezuma lo peor de lo malo que tenemos, un sumario que es también la prueba del grado de decadencia al que hemos llegado en poco más de treinta años de democracia. Porque quitarle, presuntamente, el dinero público al parado para dárselo al cuñado, está muy feo. Y gastárselo en cocaína, cubatas y chalets en el pueblo, está rematadamente mal. Y si la pudrición política y económica que padecemos a ojos vista no tiene consecuencias en las urnas, si el votante no castiga a los corruptos dejando de otorgarles su confianza y su voto, será porque nuestro sistema, en las pocas décadas de libertad que llevamos, ha pasado a ser clientelar: el parroquiano vota siempre a los suyos, pase lo que pase. Su voto nunca cambia. De modo que estamos listos si albergamos la esperanza de que sean las urnas las que repartan justicia sobre los corruptos. Allá por el siglo IV a. D. C., decía Aristóteles en su «Ética a Nicómaco» que la justicia es la perfecta virtud porque involucra a todas las virtudes humanas. O sea, que... o la jueza Alaya imparte justicia o –en caso de que la esperemos de la urnas– podemos esperarla sentados.
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