José Antonio Álvarez Gundín
La Justicia como espectáculo
En la imputación de la Infanta Cristina lo sustancial no es la Justicia, sino el espectáculo. Aquí el Estado de Derecho pinta lo justito, es sólo el decorado que otorga verosimilitud al baile de los personajes sobre la tarima. Toda la tramoya montada en torno a la citación de hoy, con el tiro de cámara apuntando a la rampa patibularia de Palma, pertenece a la industria del entretenimiento, al «reality show», no al territorio hierático que delimitan los códigos legislativos. La Justicia, como la política o la cultura, ha sucumbido a lo que el filósofo Guy Debord predijo hace cincuenta años: la transformación de la realidad en simulacro. Es decir, la sustitución de la democracia representativa por la democracia como representación teatral. Los «asaltos» al Congreso y los escraches en lugar del debate parlamentario.
El interrogatorio judicial a la hija del Rey no es material de relleno, sino de «prime time», suculenta proteína destinada a alimentar lo que Vargas Llosa llama la «civilización del espectáculo», esa banalidad que ha infectado a la cultura hasta el tuétano, de modo que nada escapa al contagio de la frivolidad, la chismografía, el escándalo y los productos «ligth» de fácil digestión intelectual. La imagen predomina sobre la idea, el eslogan sobre el argumento, la gestualidad sobre la inteligencia. Jean Baudrillard demostró en los años 90 que aun las tragedias más sangrientas son ingeridas como un producto audiovisual más que las cadenas emiten en las franjas de máxima audiencia. A uno de sus libros le puso el provocativo título «La guerra del Golfo no ha existido» y concluyó que en aquel conflicto «virtual» las víctimas fueron reales, sin duda, pero no más auténticas para los espectadores que un personaje de ficción o de un videojuego. En este escenario, donde lo real se vive como simulación, la Infanta ha sido transformada en personaje viral sobre el que construir a medida una sentencia populista de culpabilidad y entregarla a la audiencia en nutritivas entregas. Con razón se lamentan los guionistas de que, al final, no haya paseíllo por la rampa de los inquisidores, esa siniestra pasarela capaz de inspirar una catarata de imágenes y metáforas. El espectáculo llegaría al éxtasis haciéndola bajar a lomos de un asno, emplumada y tocada con el capirote a modo de corona ducal. ¿La Justicia? Eso no es entretenido. El juez Castro sabe que ella no es culpable, pero ¿por qué privarse de una buena representación con el teatro abarrotado? Además, siempre habrá algún otro juez, como la suplente Valldecabres, que bendeciría el «reality» como un mecanismo de participación democrática. Arriba el telón.
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