Alfonso Ussía
La lección
Me ha parecido ejemplar y contundente la lección de humildad que le ha dado Cristina Fernández de Kirchner al Papa Francisco. Podría haberse presentado ante Su Santidad con una pamela negra de las que no caben ni en la Plaza de San Pedro, y lo ha hecho con un sencillo sombrerete con menos tela que el solideo del Santo Padre. Llevaba joyas y pulseras de oro, pero sin pretensión alguna. La amada presidenta de los descamisados, los montoneros, los peronistas y los desfavorecidos argentinos, no podía presentarse ante un compatriota ligera de adornos auríferos, porque una cosa es la sencillez y otra muy diferente acudir ante el Papa como si fuera una «tana» recién desembarcada. Además, que ella como Fernández no es «tana» o italiana, sino gallega o española, y en este punto hay que recalcar el enorme esfuerzo que ha hecho la presidenta para hablar con el Papa en español.
Para colmo, ha volado más de 10.000 kilómetros para asistir a una Misa, cuando en Buenos Aires no mueve el trasero ni diez metros para visitar la iglesia más cercana a la Casa Rosada. Lo de ser el Papa es muy cómodo. Organiza la Misa en el Vaticano y no tiene que hacer equipajes, ni colas en el aeropuerto de Eceiza, ni pasar por el arco detector de metales, ni demás engorros viajeros. Ella, humildísima y con su casquete polar negro, para no dar que hablar, doce horas de vuelo desde Buenos Aires a Roma. Bueno, según se ha sabido, hizo escala en Marruecos. Una tontería. El avión presidencial, como el buque-escuela de la Armada Argentina, el «Libertad», pasa por momentos de amenaza de embargo, y para evitar disgustos, dejó la aeronave en Marruecos custodiada por Mohamed VI, con quien doña Cristina mantiene estrechos lazos de amistad. Allí en Marruecos le esperaba un avión, con salón, habitación individual, cuarto de baño modelo «Texas» y otras tonterías de nada, y cuyo coste apenas lo notarán las economías de los argentinos. Una cosa es ser humilde, y otra muy diferente, tonta. Y doña Cristina no lo es. En lugar de alojarse en la Embajada de Argentina, –como han hecho, por ejemplo, los Príncipes de Asturias en la de España–, doña Cristina Fernández se instaló en un hotel. A eso se le llama campechanía. ¿Para qué sirve presumir de embajada? ¿Para qué molestar la vida cotidiana del embajador y señora? –No, no quiero molestar, me voy a un hotel–. Tuvo suerte y consiguió una habitación bastante buena en un céntrico hotel ubicado a pocos centenares de metros del Vaticano. Ya se sabe cómo son los italianos. Aprovechan cualquier excusa para aumentar los precios, e intuyendo que la señora Fernández iba a lo del nuevo Papa, le han pasado una factura de 3.000 euros por noche, que de acuerdo, no es calderilla, pero tampoco para tirar cohetes, que al fin y al cabo la Presidenta de una nación pujante y sin problemas económicos como es la República Argentina, tiene que instalarse en hoteles representativos, aunque lo haga desde la más estricta austeridad.
Me emocionó comprobar su prudencia, cautela y buena educación. Permitió al Papa que oficiara la Misa sin pretender, en ningún momento, interrumpirlo. Más aún, cuando años atrás le decía de todo por enfrentarse con su difunto esposo –Él– siendo el Papa un soberbio y presuntuoso Arzobispo de Buenos Aires.
La Misa del inicio del Pontificado de Francisco, pasará a la historia por la humanidad y sencillez que dejó a su paso la Presidenta de la nación en la que nació el Papa. El resto, vanos oropeles y tramoya. Gracias, madre de los necesitados.
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