Enrique López

La ley por encima de todo

La Razón
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En el caso Juana Rivas, la madre que se ha ocultado para no entregar sus hijos al otro progenitor, concurren, como en muchos otros casos, verdades y mentiras, pero no cabe duda de que estamos ante una dolorosa historia que ha generado un alto de grado de compresión y solidaridad en la sociedad española. Sin entrar en las cuestiones jurídicas, que son las que importan a los jueces, las valoraciones que se han hecho mezclan esta compresión y solidaridad con una alta dosis de demagogia, que afortunadamente queda extramuros de las decisiones judiciales. La comprensión de la acción de Juan Rivas no puede llevar a una sociedad, y especialmente a los medios de comunicación y responsables políticos, a sugerir y a veces exigir una superación del marco legal y de sus consecuencias y ello en pos de una justicia popular conformada por una opinión pública moldeada a su vez por los medios de comunicación a través de sus opinadores. En un estado de derecho cuando surge un conflicto entre intereses encontrados, aquél debe ser resuelto mediante la aplicación de la ley por los tribunales conforme a lo previsto en la norma con carácter previo y nunca a través de soluciones determinadas por el clamor popular guiado por un sentido de la justicia manipulado en muchas ocasiones. La apotegma «la justicia emana del pueblo» no significa otra cosa que los jueces y magistrados deben someterse al principio de legalidad, entendido éste como un resultado de la soberanía nacional representada en las Cortes Generales en el ejercicio de su potestad legislativa (art.66.1 y 2 CE). Desbordar la administración de justicia es irresponsable y peligroso, porque la relatividad y la inseguridad determinarán la resolución de conflictos, degenerando en una segura y permanente injusticia contraria a los valores democráticos que nos hemos dado. Los principios de constitucionalidad y de legalidad son los que incardinan el Poder Judicial dentro de los límites constitucionales, alejándolo de posiciones populistas tan deseadas por algunos, porque en la inseguridad jurídica se sienten muy cómodos. El imperio de la Ley es el que dota de legitimidad democrática al Poder Judicial, puesto que la Ley es la máxima expresión del Estado de Derecho y su cumplimento es lo que dota de sentido a todo el sistema democrático. En este contexto, el sometimiento del Poder Judicial a la Ley y a la independencia judicial constituyen los diques de contención frente a los movimientos alternativos y, a veces, contrarios al respeto a la Ley como fundamento del orden político y de la paz social. Los derechos por sí mismos no están por encima de la Ley y, ante cualquier conflicto entre los mismos, surge la necesidad de que se dirima ante los tribunales y no ante el clamor popular canalizado por los medios de comunicación. Si se entiende que una consecuencia legal no es justa, solo se puede combatir a través de su transformación legislativa por el que puede hacerlo, el Parlamento, y no se puede exigir a los jueces que interpreten la normas conforme al sentir popular, concepto muy diferente del de realidad social. Cada uno a lo suyo y la ley en casa de todos.