José Antonio Álvarez Gundín
La mona Picardo
Los inspectores que Durão Barroso enviará a Gibraltar tienen muy fácil su cometido y les bastaría, para hacerse una idea cabal de dónde viene el olor a podrido, que se hicieran esta pregunta: ¿permitiríamos en nuestros respectivos países lo que Picardo hace en Gibraltar? Es decir, que se arrojen toneladas de hormigón al mar para construir pisos, que se instalen gigantescas gasolineras flotantes sin control, que se blanquee dinero negro de las mafias del juego, la droga y el contrabando en cantidades obscenas o que se fomente el estraperlo de tabaco. En suma, si admitirían como vecinos a una cuadrilla de contrabandistas que quiere ampliar su vivienda invadiendo la terraza ajena. No hay un país europeo, incluida Gran Bretaña, que tolere una sola de estas fechorías. Y no digamos si el patrocinador de las mismas tiene el talento jibarizado de Fabian Picardo, que al carecer de cuello tiende a estirarse como un quelonio para evitar la asfixia. Su destino era triunfar como vendedor de mopas a domicilio, pero la gloria le ha sido esquiva. Una nación que tiene tan alto concepto de sí misma, como la británica, debería cuidar los detalles coloniales y no darle empleo al primer botarate de lengua suelta y cerebro menguado que levanta el dedo. Puestos a elegir un botones de hotel servicial y discreto, el Gobierno de Su Majestad habría acertado promoviendo a gobernador a cualquier estraperlista honrado, pero nunca a la mona Picardo y sus gruñidos. Para enderezar las cosas del Peñón, sin embargo, no es necesario una comisión de zoólogos, sino un equipo de inspectores de Hacienda y la Unidad Policial de Delitos Monetarios que, trabajando codo con codo y sin cortapisas, drenen ese pozo negro de Europa que se llama Gibraltar. Más de uno se quedaría sin cacahuetes.
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