Ángela Vallvey
La opinión
La prudencia aconseja no formarse una opinión de los demás antes de haber oído alguna versión «positiva» de sus cualidades. Quien se deja llevar solo por comentarios maliciosos sobre éste o aquel, sin recabar información de otras fuentes, sin ver al personaje desde una óptica que no sea la del puro descalabro, siempre tendrá sobre la persona en cuestión una opinión sesgada. Es importante, para conocer al prójimo, sumar visiones positivas y negativas. No solo perjudiciales. Sin embargo, el opinador impulsivo está presto a recoger el escarnio que se cuenta sobre los demás para hacer de eso una tesis casi científica. Cosecha maldades y chascarrillos crueles como el que va a vendimiar: llenando con ellos la cesta de su veredicto final. Al tal, le gusta regodearse en los defectos ajenos. Las virtudes le producen aversión; si un compañero de trabajo le cuenta una bondad sobre un tercero, a él se le ponen los pelos de la entrepierna como escarpias del nueve largo. No le mola que le hablen bien de nadie. Lo que le da vidilla es la denigración, la insidia, la difamación entusiasta... Los malos sentimientos le inspiran tanto que podría escribir con ellos un reggaetón y petar las listas de éxitos veraniegos. «I like taca taca matraca», que tiemble el daddy Melquiades. El opinador malicioso no admite que las personas –todas excepto él, por supuesto– necesiten una segunda oportunidad. «¿Para qué voy a buscar una opinión positiva sobre Fulanítez, si ya tengo una negativa? ¿Acaso no está claro que al sumar un comentario negativo y uno positivo ocurre como en matemáticas: que los dos se anulan...?», se dice a sí mismo, con tibieza. Malediciente es un tipo, o una tipa, de pensamiento cabizbajo. Le cuesta levantar la jeta hacia el cielo, porque teme que le pueda cagar un pájaro. Así que se pierde la visión del espacio libre, grande, abierto. Concentra la mirada sobre sus propios pies. Tanto, que es incapaz de ver el camino. El mundo, para esta clase de gente, está tan sucio y es tan afilado como la punta de sus zapatos. La pensadora y el pensador crueles nunca podrían ser filósofos, porque continuamente se inclinan hacia el mismo lado; la duda no encuentra espacio dentro de sus cabecitas poco piadosas. Creen que el ser humano es una bestia necia, como diría Chamfort, porque juzgan al mundo según ellos mismos.
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