Pactos

La política de cortar cabezas

La Razón
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En los últimos años estamos asistiendo a un modo de hacer política dentro de los partidos –con el regocijo y la complicidad de los medios de comunicación–, totalmente destructivo para los dirigentes de los mismos, para el propio partido y para nuestro sistema democrático, y se produce cuando alguno de sus miembros deja de gozar del cobijo, la complicidad, el aprecio o la protección de la dirección de aquéllos, bien por causa presuntamente justificada bien por incomodidad para esos dirigentes, lo que le convierte en una pieza a abatir, ya sea en lo personal, en lo profesional, en lo político o en lo judicial.

A ello no escapa ninguna formación política, pero se hace más evidente y reiterativo en los partidos políticos que tienen mayor representación y consecuentemente mayor cuota de poder o de capacidad para condicionarlo.

Las luchas internas por el poder siempre han existido y existirán, pues la ambición por aplicar las propias ideas está detrás de la condición de cualquier político que legítimamente aspire a cambiar o mejorar las cosas en beneficio del interés general en su ciudad, su comunidad o su país. Pero cuando éstas trascienden las paredes de la formación, se procura la destrucción personal del rival y no la victoria en el debate interno con argumentos que convenzan a la mayoría de los compañeros, se alienta el circo mediático buscando la «pena de telediario» para aquél renegando de los propios compañeros, del pasado del partido y de sus principios si fuera necesario para lograr su objetivo –que no es otro que salvarse y/o consolidarse él a costa de todo lo demás–, se está provocando el descrédito de la clase política, de las propias formaciones y de la propia política, que antes o después alcanzará a quienes lo han alentado.

Lo hemos visto y lo seguimos viendo en Podemos con la expulsión de aquellos dirigentes territoriales que no comulgaban con la estrategia de Pablo Iglesias, con los que se oponían a ceder el liderazgo y el protagonismo a Mareas en Galicia, o al propio Errejón y su entorno en Madrid y en otros territorios. Lo mismo ha venido ocurriendo –y continúa– en el PP desde el año 2008 con la invitación a irse a los liberales, y con la salida de muchos dirigentes que han discrepado con la dirección nacional, desde María San Gil a la hoy repudiada y ya condenada sin respetar la presunción de su inocencia por incómoda Rita Barberá. Y en el caso del PSOE, el esperpento de los ceses, las destituciones, las dimisiones alcanzan hoy a la actual dirección y a su secretario general, que parece estar a punto de recibir en sus carnes la medicina que él también ha dispensado. Más preocupante aún es que esta práctica hoy asentada alcanza incluso a aquellos que obtienen la victoria y el respaldo claro del electorado por la amenaza que puede suponer para los que dirigen el propio partido, como así han puesto de manifiesto en sus columnas de opinión varios reputados periodistas tras las últimas elecciones gallegas.

Todo ello es reflejo del deterioro actual de gran parte de la clase política y de los medios de comunicación, de la propia política y de las instituciones, así como una muestra de la debilidad de los partidos y de la pérdida o adulteración de sus señas de identidad. Y este deterioro es el que está afectando negativamente cada día más a nuestro país. En lo que no se cambie radicalmente esta forma de actuar y se continúe con la autodestrucción, no se resolverá la situación, aunque pueda llegar a formarse el Gobierno.