Antonio Cañizares

La sagrada familia

La Razón
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Casi al final del año, en plena Navidad, hemos celebrado el domingo de la Sagrada familia, el Día de la Familia. No puedo silenciar esta realidad básica del hombre. También el Hijo de Dios se hace miembro de una humilde familia judía. Así se muestra, una vez más, la verdad de la Encarnación. Jesús, el hombre-Dios, vive el amor familiar de un padre y de una madre. La fiesta de la Sagrada Familia adquiere plena luminosidad y belleza en un tiempo en el que los padres y los hijos no encuentran el favor de una cultura, carcomida por el relativismo dominante, que estima en menos la institución familiar y la mina por dentro. La humilde familia de Nazaret nos enseña el significado de la familia misma, su comunión de amor, su sencillez y su austera belleza. En aquel hogar de Nazaret tenemos la gran escuela de la familia, tan necesaria para la vida y el futuro de toda la institución, en la que se juega el futuro del hombre y de toda la sociedad.

Vivimos tiempos no fáciles para la familia. La institución familiar se ha convertido en blanco de contradicción: por una parte, es la institución social más valorada por las encuestas, también entre los jóvenes, y, por otra, está sacudida en sus cimientos por graves amenazas, claras o sutiles. La familia se ve acechada hoy, en nuestra cultura, por un sinfín de graves dificultades, al tiempo que sufre ataques de gran calado, que a nadie se nos oculta. Resulta paradójico que en España, que en estos momentos la familia esté jugando un papel tan clave para paliar la crisis, sin embargo, no se la apoya ni se la tiene en cuenta como debería.

La situación en la que se halla inmersa la familia es tan grave, y tiene tales consecuencias para el futuro de la sociedad y del hombre, que se puede, sin duda alguna, considerar hoy la estabilidad del matrimonio y la familia, y su apoyo y público reconocimiento, como el primero y más prioritario problema social. Cuando se ataca o deteriora la familia, se pervierten las relaciones humanas más sagradas, se llena la historia personal de muchos hombres y mujeres de sufrimiento y de desesperanza y se proyecta una amarga sombra de soledad y desamor sobre la historia colectiva y sobre toda la vida social, se quiebra lo más vivo y fundamental de la humanidad y se vulnera lo más básico del bien común.

La familia, junto con la defensa de la vida, debiera ser primera prioridad de este nuevo milenio, hace tan sólo quince años comenzado. En la existencia del hombre, en sus gozos y sufrimientos, lo más determinante es la familia. En la familia cada uno es reconocido, respetado y valorado en sí mismo. En la familia es donde el hombre crece, y donde todos aprendemos a mirar y a comprender el misterio de la vida y a ser personas. La familia, santuario del amor y de la vida, existe para que cada persona pueda ser amada por sí misma, y aprenda a darse y a amar. Por eso la familia, y más exactamente el matrimonio, esto es, la unión estable e indisoluble de un hombre y una mujer, es indispensable para que la persona pueda reconocer la verdad de su ser hombre. La familia es, pues, fundamento insustituible para la persona. ¿Quién puede tener interés en socavar este pilar de toda persona, de la misma sociedad? ¿Por qué grupos presumiblemente minoritarios, pero terriblemente influyentes, son tan eficaces y por qué la sociedad o sus responsables se inhiben y se desentienden con irresponsable descuido?

Por todo ello creo que lo más necesario, atendiendo a las necesidades más urgentes y apremiantes del momento actual y superando todo relativismo letal, es trabajar en favor del matrimonio y de la familia, de la verdad del matrimonio y de la familia en él cimentado, y dedicar a esa tarea, nuestros mejores esfuerzos y mayores energías, así como la sabiduría y cuantos medios el Señor nos conceda. También en la Iglesia deberíamos redoblar aún más nuestros esfuerzos en favor del matrimonio y de la familia. El matrimonio y la familia son la entraña misma de la vida de la Iglesia y de su misión, el modo concreto en que la Iglesia prolonga la Encarnación de Cristo, y se hace, como Cristo, amiga de los hombres y luz en su camino. El camino de la Iglesia, a partir de Cristo y de su Sagrada Familia, es la familia, que es lo mismo que decir que el camino de la Iglesia es el hombre, o que es el mismo Cristo.

El hombre está hoy amenazado por el terrible relativismo que le corroe, por una deshumanización patente en el poco aprecio o ataque a la vida o en la conculcación tan repetida de la dignidad inviolable de todo ser humano, pero, muy particularmente, se ve amenazado por la desfiguración o ataques directos o solapados contra el matrimonio de un hombre y una mujer –otra unión no puede ser llamada matrimonio– y la familia, que afectan a la dignidad constitutiva del ser humano y comprometen las posibilidades sociales del desarrollo pleno e íntegramente humano de su personalidad, de su destino y salvación. Ante la encrucijada sociocultural del matrimonio y de la familia, manifestada por una creciente mentalidad divorcista, bajísima natalidad, equiparación con el matrimonio de las llamadas «parejas de hecho», también de parejas del mismo sexo e incluso con la capacidad legal de éstas para la adopción, se hace imprescindible recordar, afirmar y defender la importancia de la familia, y su verdad, como corazón y célula de la sociedad, como básica e imprescindible para el desarrollo de la personalidad humana.

Necesitamos pedir a la Sagrada Familia de Nazaret que proteja a todas y a cada una de las familias; que auxilie a la Iglesia y a todos los cristianos para proclamar y testimoniar el «Evangelio de la Familia» y ayudar a cada familia, en la medida de sus fuerzas, a ser un lugar donde es posible reconocer su verdad y su inigualable belleza, la presencia viva y el amor de Jesucristo, el ejemplo de la Familia nazaretana, y el hogar donde cada persona, al margen de sus cualidades, de su historia o condición social, es amada por sí misma, y es acompañada a la verdad de su destino. Que la Sagrada Familia de Nazaret «nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social».