Ángela Vallvey

La vieja política

Hace años conocí a una persona de esas importantes, un figurón que ocupó altos cargos políticos en el pasado. En un momento dado, me dijo, con mucha afectación: «España es muy grande». Yo –parece mentira– creí que se refería a que España es un gran país, y asentí ante su afirmación. Pero aquel prójimo en cuestión negó vigorosamente y me aclaró: «Lo que quiero decir es que España es muy grande en tamaño, en PIB, en número de habitantes... Me refiero a que en España hay muchas cosas». Yo enarqué las cejas hasta que sentí que raspaba con ellas el cielo raso. «Digo que España tiene muchos buenos puestos. Incontables oportunidades en la alta Administración del Estado», continuó el propio, a quien tuve antaño por un españolazo de pro. Me volví a meter los ojos en las órbitas y conseguí replicar: «¿Se refiere usted a candongas, sinecuras, canonjías, momios, enchufes y tal y tal...?». El tipo afirmó como si por fin se hubiesen despejado las nieblas de mi entendimiento. «Ah, vale», proferí con toda la perspicacia que logré acumular yendo de sinapsis en sinapsis por las circunvalaciones de mi desconcertado raciocinio, hasta lograr repostar en el cerebelo.

O sea, pensé con cierta lucidez confusa, valga la contradicción: que España es un gran país, pero no porque sea bueno, sino porque ofrece grandes oportunidades de pillar cacho a costa del erario público. «Ah, pues ahora lo entiendo todo...», concluí, extenuada por el esfuerzo.

Curiosamente, en estos últimos tiempos, he oído a esa misma persona hablar de cómo hay que acabar con «la vieja política», una expresión que está muy en boga, no sólo porque la usan «cantidad» los políticos recién llegados, sino también porque la esgrimen con enérgica prodigalidad políticos como el personaje que menciono, esto es: los políticos viejos. (Cielo santo...).