Joaquín Marco

Las fronteras de Europa

Europa es el menor de los continentes entre los que acostumbra a dividirse el mundo, exceptuando Australia. Está rodeado por océanos y mares. Los límites hacia el este resultan menos precisos. Pero este viejo, culto, humanístico e histórico fragmento de la civilización occidental se ha visto sacudido por los naufragios mediterráneos. Entre tales límites y fronteras se encuentra la Unión Europea. Las marítimas del sur se han convertido en «vergüenza», como fueron ya calificadas por el Papa Francisco. La isla italiana de Lampedusa ha sido la piedra de escándalo, porque se superan ya los cuatrocientos muertos en los naufragios de los días 3 y 11 de octubre. El día 14 el Gobierno italiano decidió desplegar más medios, alrededor de 1.500 hombres, helicópteros, medios navales, aviones y «drones». Pero el flujo migratorio desde el norte de África no ha disminuido. Los meses que preceden al invierno son los más aptos para una navegación que está sujeta, sin embargo, a toda suerte de peligros. Las situaciones bélicas del norte de África y que, en parte, hemos alentado, han favorecido una emigración que ha venido siendo constante desde hace tiempo. El fenómeno de las migraciones es una característica del género humano. Las conocemos desde la Prehistoria por diversos motivos. Las guerras son, entre otras causas, razón suficiente para abandonar el lugar de residencia y hasta romper con los lazos familiares. No es una aventura, sino un viaje hacia la esperanza de encontrar un rincón de paz donde sea posible el trabajo. El África negra empuja también desde el sur el acceso al Mediterráneo.

Pero la conciencia moral de la Unión observa la llegada de los emigrantes con recelo. Constituye una parte del continente muy poblada y, en una situación de crisis como la que estamos atravesando, muchos ciudadanos observan con temor la llegada de extraños que pueden hacer disminuir los costes salariales o alterar las formas de convivencia. Cuantos llegan a pisar tierra firme, porque ya se habla de la tumba mediterránea, están sometidos a reclusiones en lugares de internamiento que carecen de instalaciones adecuadas, y que, a menudo, se ven desbordadas. La UE ha mencionado los acuerdos de España con Marruecos y Mauritania respecto a la emigración. Pero Europa debería entender que los medios, ya rebajados económicamente, del Frontex (Agencia de Fronteras Exteriores) afectan al conjunto. De los 118 millones de euros en 2012, se ha pasado a 85 en este año, recortes impuestos por Alemania, Francia, Gran Bretaña, Holanda, Suecia, Austria y Finlandia. Pero las fronteras no son, en este sentido, responsabilidad únicamente nacional y el esfuerzo que está haciendo Italia, país en crisis (al que habría que añadir Grecia, otra vía de acceso), aunque tardío, es meritorio. Angelino Alfaro solicitó ayuda a la Unión ante la avalancha de emigrados. Pero las leyes italianas resultan, sin embargo, muy duras con la emigración. Parece un chiste macabro que a los fallecidos se les haya concedido la nacionalidad italiana y sean enterrados en el país, aunque sin identificar. Sus parientes y amigos no sabrán nunca cuál ha sido su destino final. Son quince los países europeos que penalizan a cuantos alquilen viviendas a indocumentados. Algunos permiten la detención de emigrantes hasta un año y medio. Pero fue el Consejo Europeo en el año 2002, a instancias de Francia, quien aprobó un dictamen contra quienes asistan a emigrantes clandestinos. El escándalo de Lampedusa ha forzado a los veintiocho países a constituir un grupo de trabajo para estudiar la situación global; es decir, una vía de escape que les ha de permitir dilatar soluciones si es que llegan a descubrirlas.

Por otra parte, la llegada de emigrantes dispara los índices de xenofobia. Desde el punto de vista político, Francia observa con preocupación el ascenso de su ultraderecha. En el pequeño cantón de Brignoles, en el sur, la suma de los votos de los socialistas y la derecha tradicional no logró superar el número de votantes del candidato de Marine Le Pen. Coincide este auge de la extrema derecha francesa con la de otros países europeos. Y el sentido xenófobo es aún más revelador en Rusia. «Rusia para rusos» fue el lema que enarbolaron los manifestantes en Moscú en el barrio de Biriuliovo, donde habitan emigrantes de Asia Central y del Cáucaso. Los incidentes, que produjeron más de trescientos heridos, se debieron a la muerte de un joven ruso a manos de un emigrante, que ya fue detenido y que llevaba ya muchos años de residencia en el país. Pero todo ello no deja de ser síntoma de un problema político que traduce las inquietudes de diversos países de Europa y se extiende más allá de la zona de la Unión. ¿Es posible regular una emigración que, por naturaleza, es clandestina? Los países europeos deberían sentir como propias las fronteras del sur, aunque el fenómeno les afecte menos directamente. Los emigrantes clandestinos no son delincuentes. En España, por ejemplo, jugaron un importante papel en la época de la expansión. Hoy nuestro saldo migratorio viene compensado por su salida y la de nuestros jóvenes y no tan jóvenes al exterior. No son clandestinos, pero muchos de ellos carecen de trabajo o de un mínimo conocimiento de la lengua que se habla. Hemos vuelto de nuevo a ser un país de emigración y, sin embargo, los síntomas de la xenofobia tampoco aquí resultan ajenos.