Joaquín Marco

Las orejas del lobo

Vimos las orejas al lobo. Son un número que posiblemente se haya ya superado: 6.202.701 parados. La responsabilidad de su creciente aumento debe achacarse a la clase política; de ahí el temor a que la ciudadanía confunda gobierno y oposición y todos a una demanden lo que vagamente se entiende como pacto. Si sumado el porcentaje de posibles votantes del PP y del PSOE no alcanzan, como indican ya algunas estadísticas, el 50% es cosa seria y objeto de alarma. De reojo estamos contemplando lo que ha sucedido en Italia. Enrico Letta, elegido por el anciano Presidente de la República Giorgio Napolitano, configuró un Gobierno bajo un principio que últimamente y en otras palabras menos dramáticas escuchamos a Mariano Rajoy y a Pérez Rubalcaba: «sólo con recortes Italia se muere». Ambos parecen estar de acuerdo. Sin embargo, no hay forma de que alguien de un paso al frente, reúna las fuerzas sociales y al resto de los partidos y se intente descubrir alguna salida al problema del paro, el azote de nuestra democracia. Yo no sé si el programa de Letta, bien expuesto, equivale a lo que tantos desean en España. Claro está que nosotros disfrutamos el mayor índice de paro de Occidente y habrá que lidiar con ello. Pero convendrá admitir que no es el déficit, por grave que sea y por germánico que resulte, el peor azote de nuestra crisis (cada país tiene que sobrellevar la suya a su estilo y circunstancias). El programa del nuevo gobierno italiano se basa en una reactivación de la economía «porque hay demasiados ciudadanos desesperados», aún manteniendo los recortes. Exige al Gobierno «decencia y sobriedad» y efectuó en su discurso una autocrítica que no nos vendría mal en tiempos de tanta corrupción como los que atravesamos. Y finalmente recaba la ayuda europea para generar un crecimiento que todos desean y nadie parece saber cómo va a producirse.

El pasado viernes el Gobierno no ofreció a los españoles demasiadas expectativas. Mostró un panorama en el que casi se mantenían hasta 2015 las actuales tasas de paro, un difícil control del déficit y se anunciaban dificultades de crecimiento, entre otros negros nubarrones. Los ministros económicos parecían haber olvidado la necesaria dosificación del corto, medio y largo plazo. El discurso parecía proyectarse hacia Berlín y Bruselas con la intención de certificar que no íbamos a olvidarnos del via crucis que nos hemos impuesto o que seguimos según el ritual de la troika que no existe, pero que nos visita regularmente para recordarnos nuestros deberes. Al día siguiente, cara al interior, las cosas se fueron dulcificando un poco. El Presidente nos recomendó paciencia, necesariamente franciscana, dada la situación marginal en la que se encuentran tantos compatriotas y la égida de jóvenes que buscan fuera lo que ya no esperan poder descubrir dentro. El momento parece grave y todos asumen su gravedad, pese a que los errores que puedan producirse en adelante no sumarán, sino que multiplicarán el desastre. No creo equivocarme al pensar que ni Rajoy ni el resto del Gobierno se encuentren confortables en esta situación. Aunque, como se ha dicho tantas veces, la hoja de ruta la vean clara; tal vez, la andarían mejor acompañados, aunque crean que ello signifique ciertas renuncias. Precisamente, contando con una mayoría absoluta se puede ser más generoso en algunos temas. Incluso Wolfgang Schäuble, quien no despierta excesivas simpatías, admitió en su encuentro con Luis de Guindos: «Todos estamos empeñados en que este crecimiento sea sostenible y no es posible si se mantienen las circunstancias que han generado la crisis, sino sólo si se adopta una política financiera estable». Pero lo que no aparece, al menos en el corto plazo, es ningún tipo de crecimiento, ni estable ni inestable. Y, por descontado, el pacto suscrito entre Alemania y España para patrocinar inversiones privadas en pymes competitivas y que tengan gran capacidad de generar empleo no va a resolvernos la catástrofe que estamos atravesando. No todos los jóvenes en paro, entre un 52% y un 54%, serán capaces de crear estas pymes competitivas con las que se sueña.

Letta, que tuvo que contentar a Berlusconi, de nuevo en acción, acentuó en su discurso el carácter europeísta de una posible salida de la crisis: «Pensar en Italia sin Europa es la verdadera limitación de nuestra soberanía, porque lleva a la devaluación más peligrosa, la de nosotros mismos» y añadió: «Vivir en este siglo quiere decir no separar las preguntas italianas y las respuestas europeas». Podríamos aplicarnos las mismas consideraciones en estos tiempos en los que Europa anda a trompicones o traza claramente una frontera entre norte y sur. Sin embargo, no deja de ser un deber de nuestros políticos hacer comprender al resto de los socios que en esta ocasión sólo cabe salvarse todos haciendo una seria reflexión sobre los errores cometidos y el camino que hay que recorrer para reparar lo mal andado. El peligro de no atender al corto plazo no sólo reside en una cada vez mayor irritación ciudadana, un mayor desapego a los políticos –los que sean– a quienes se considera responsables del desaguisado, sino una consolidación del estado de las cosas, una consolidación de la pobreza, el regreso a una sociedad desequilibrada. Casi todos han visto las orejas al lobo. Letta, salvada la votación del Senado, corrió hacia Berlín para justificar que Europa tuvo éxito cuando Italia y Alemania caminaban juntos. El paso por París fue posterior y más tarde, tras Bruselas (el orden bien merece una consideración) visitará Madrid. Pero el lobo está ahí, agazapado. El escudo se llama crecimiento.