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Aceptar las críticas molesta. Con 29 años, el gol de la «Décima», campeón del mundo y de Europa y 128 internacionalidades, a Sergio Ramos le repatea que su entrenador señale sus fallos en público. Como en tantos partidos, cuando mira al frente y avanza desde la defensa, no duda en pasar al ataque. Rafa Benítez le afeó el despiste y el penalti que hizo a Tiago. Lo paró Keylor, no lo ajustó bien Griezmann y no hubo consecuencias. Si Benítez no aludió a Arbeloa cuando el 1-1, quizá debió ahorrarse el recado a Sergio. Y Sergio responde: «Todos nos equivocamos, los jugadores en el campo y los entrenadores en el banquillo». En la frente. Y en los morros: «El equipo se echó demasiado atrás». Coincide con el análisis de Benzema, ahora goleador y levantisco, tras su habitual retirada del campo.

Rafa se lava las manos, pero la ha liado, seguro que sin proponérselo. Y lo que nunca fue un remanso de paz, porque en cualquier vestuario coinciden titulares, suplentes y descartados, presagia tambores de guerra. Eso dicen. O puede que todo se exagere y que a Vargas Llosa no le falte razón cuando denuncia que en España «ya no existe límite entre el periodismo serio y el amarillo».

En esta ocasión, ni siquiera Vicente del Bosque va a poder poner una cataplasma. Sergio Ramos ha vuelto a casa, jugó el derbi del Vicente Calderón «infiltrado» y le fastidia que su entrenador en lugar de concederle la medalla al valor le critique por un gazapo que corrigió el portero. Sergio es baja en la Selección, lugar donde el responsable aplica con mano sabia los puntos de sutura, y nos quedamos a dos velas de su encuentro con Piqué. En Logroño, por cierto, hay campaña para que no le silben. Ojalá que dé resultado.