José Luis Alvite
Lío de llaves
Al final de una larga temporada en la que pasaba días enteros fuera de casa, mi mujer de entonces me dijo que podría denunciarme por abandono de hogar. Intuí el alcance de su amenaza y decidí cambiar. «Demasiado tarde –me dijo–. Ahora que has entrado en casa podría denunciarte por allanamiento de morada». Comprendí que en ambos casos ella tenía razón, así que no dije nada y seguí como hasta entonces, hasta que recibí una notificación judicial informándome de las diligencias previas a la separación matrimonial. Un juez me dio veinticuatro horas para que saliese de casa y me buscase la vida. Me presentaron un largo pliego de cargos para que lo leyese y diese mi conformidad. Encontré media docena de infundios e inexactitudes en el primer folio, pero estaba cansado y firmé sin rechistar. «¿Por qué firmas todo esto sin leerlo?», me preguntó el juez, que era amigo mío. «Se dicen unas cuantas cosas muy duras de ti, y yo, que te conozco bien, sé que no eres capaz de eso», insistió por si cambiaba de actitud. Y yo le dije: «Verás, juez, firmo todo esto porque sin todos esos malditos infundios mi biografía sólo sería una jodida mierda y correría el riesgo de que la gente me respetase. Y ambos, sabemos, juez, que no hay una sola estatua que no llame más la atención si caga en ella una paloma». Al firmar juntos en el juzgado el acta del divorcio, ella se emocionó mucho y me pidió perdón. «Son cosas de los abogados, ya sabes», se excusó. Una madrugada después de tres noches sin ir a la cama llamé a su puerta y me invitó a pasar. Me dio café y repasó mi pelo con sus dedos. Nunca supe muy bien por qué hice aquello. El caso es que era un desconocido cuando empecé con ella y estuvimos juntos hasta que me convertí en un extraño. Joder, mi corazón siempre se hizo un lío con las llaves.
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