Política

Manuel Coma

Lo que el Muro se llevó

Lo que el Muro se llevó
Lo que el Muro se llevólarazon

«Señor Gorbachov, derribe este muro», dijo Ronald Reagan en junio de 1987, de espaldas a la puerta de Brandenburgo –situada tras el Muro, en tierra de nadie, pero de soberanía oriental–, como un eco del desafiante «Ich bin ein Berliner» –«Yo soy berlinés»– de Kennedy, en el 63, dos años después de la construcción de la infame muralla. La perestroika estaba ya minando los cimientos del régimen que trataba de salvar. El milagroso mérito de Gorbachov fue no darse cuenta de que sus salvíficas reformas, que se proponían desempolvar el sistema soviético

para asombro del mundo, devolviéndole todo su esplendor, arrojaban al basurero de la historia al irreformable régimen, con la ideología que oficialmente lo legitimaba y el estado imperial del que se había constituido en parásito.

De lo que sí se dio cuenta fue de que el histórico experimento en el que se había embarcado, que, para su deleite y reafirmación frente a las oposiciones internas, embelesaba a los occidentales con «gorbasmos» de «gorbomanía» y «gorbolatría», se vendría abajo si en el glacis protector de la patria del socialismo volvía a desencadenarse algo por el estilo a Praga en el 68, Hungría en el 56 o Berlín oriental en el 53. Así que forzó a los más que renuentes comunistas de su Alemania oriental a que soltasen amarras, y dejó hacer cuando en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989 se agolparon en el Muro de su lado los que quería abandonar el paraíso, mientras que las muchedumbres abrían boquetes en el del otro, a golpe de martillo y cincel.

Tanto la metrópoli del comunismo como su periferia satelitaria estaban ya en plena conmoción, pero nada se había revelado más eficaz para contener a los recalcitrantes de la decadencia capitalista en el interior y defenderse de las criminales agresiones que provenían de los falaces pero deslumbrantes éxitos occidentales. Por ello se había convertido también en el más expresivo epítome de la ilimitada voluntad represiva del sistema. La caída de un instrumento tan indispensable y un símbolo tan potente aceleró el desmoronamiento del todo el imponente edificio, resquebrajado hasta sus cimientos de pacotilla. Hasta Gorbachov nadie había esperado que fuera tan inminente y muchos menos todavía que se desplomase sin una reacción de violencia impredecible. En aquellos años, palabras más propias del lenguaje de lo sobrenatural, como «milagro», «prodigio», «portento» y otras muchas fueron aplicadas al asombroso proceso.

Dos años transcurrieron entre la caída del Muro y la desintegración de la Unión Soviética. Occidente contempló con inmenso alivio todo el fenómeno. Los ciudadanos de Europa oriental reanudaron su historia y en el último cuarto de siglo han recuperado buena parte del tiempo perdido. A los que habían pertenecido a la URSS no les ha ido tan bien y algunos están lejos de haber culminado su transición. A todos aquellos que no padecimos directamente las delicias bolcheviques, un beneficio demasiado olvidado fue la extinción repentina de los verdaderos creyentes en la más deleznable vulgata marxista, que con ilimitada arrogancia cabalgaban intelectualmente sobre su indefectible sentido de la historia y con segura altanería nos aleccionaban sobre la más intrincada y para sus clichés ampliamente ignorada realidad social y política como el inexorable producto de los intereses de la clase dominante.