Agustín de Grado
Lo que está en juego
No tengo por qué creer a Bárcenas: es un hecho que, cuando menos, ha pretendido engañarnos a todos para aflorar un dinero de origen oscuro. También tengo motivos para desconfiar de «El País»: es un hecho que cuatro días antes de publicar los supuestos papeles del ex tesorero erraba en la verificación de una información sensible y nos vendía como exclusiva mundial un falso vídeo de un Chávez moribundo que circulaba por YouTube.
En democracia no existen los autos de fe. El escepticismo es saludable y las opiniones deben formarse sobre realidades contrastadas. Me repugna la moral variable de esa izquierda política que cree ciegamente al ex tesorero cuando se trata de afirmar la veracidad de los papeles que se le atribuyen, pero no le concede credibilidad alguna cuando lo niega todo de palabra.
Estoy incómodo cuando se me obliga a extender el manto de la honradez acreditada de Rajoy y otros muchos dirigentes del PP a la totalidad del partido sin fisuras, sin opción para separar el grano de la paja. Lo cierto es que estamos ante un asunto de gravedad extrema porque está siendo utilizado para intentar derribar a un gobierno democrático esquivando las urnas.
Y llegados a este punto, sólo un juez puede resolver quién dice la verdad y quién miente. Una mala noticia para los avezados en las tácticas del enredo y el prejuicio con el propósito de generar un veredicto popular soliviantado. Pero tampoco la ley de Lynch rige en democracia, aunque sean tiempos propicios para la irritación social.
Advirtió Zakaria que el futuro de la libertad en las democracias de masas depende más de un juez imparcial que del ejercicio plebiscitario de la soberanía popular. Es su hora. Prueba de fuego para esta España cuarteada por la desconfianza creciente en las instituciones que sostienen nuestra convivencia.
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