Francisco Nieva

Lo teatral

-«Señorita Pilar: sus papás me han dicho que esta noche irán ustedes al teatro. ¿Le saco el vestido blanco de organza?».

¡Claro que sí! El vestido de doncella núbil de la alta burguesía, para lucir al lado de sus aseñorados padres en el palco abonado desde siempre. Una ocasión de hacer teatro ella misma, maquillándose furtivamente y poniéndose colorete, salivando un antiguo libro encuadernado en rojo. Ocasión de prodigar su arrebatadora sonrisa saludando a los conocidos y de brindar con champán en el antepalco y gustar del marrón glacé con el que su buen papá se obsequiaba en tales circunstancias.

Tanto emocionaba a mi madre aquel anuncio, que se descomponía del vientre y no podía parar de nerviosa. Y nadie como mi madre me transmitió tal devoción por la ceremonia teatral, pues no se olvide el inicio ceremonial y religioso de la tragedia antigua, que no es la copia de una realidad, sino que es una mentira artística. «Realidad otra».

Así lo quiso desde el principio el teatro clásico. Los coturnos y la máscara trágica transformaban físicamente al actor, lo nimbaban de irrealidad fantasmal, en la que todo era posible. Este viene a ser el particular embrujo del teatro, más teatro cuanto más teatral. Fue un desatino del siglo XIX pedir naturalidad cotidiana a la representación escénica. No se puede interpretar el papel de Segismundo con esa naturalidad cotidiana, como el que está tratando problemas domésticos o negocios comerciales. El actor no puede hablar normal, sino que declama. Nadie se expresa declamando en la realidad. –¡«No teatralices, no exageres». El teatro es todo fingimiento y exageración, que pone en valor la aventura humana, la pluralidad de los destinos, la versatilidad de los dioses, las epopeyas de los héroes, lo memorable de la Historia. Doña Pilar Nieva me transmitió ese profundo sentir de lo teatral, y yo comencé a ver teatro en todo cuanto acontecía a mi alrededor. Si he conseguido ser un dramaturgo conocido ha sido porque mi madre me infundió en vena esta esencia de la teatralidad, una gran mentira que dice la verdad, como afirmaba mi amigo José Bergamín.

El sentido de lo teatral es un sexto sentido que se ejerce continuamente en la vida normal. De todo podemos hacer teatro, espejo deformante de la realidad, como bien pudo demostrarnos Don Ramón del Valle-Inclán.

El teatro español del Siglo de Oro se inventó la fórmula más compleja y auténtica de la teatralidad, el Auto Sacramental. No puedo describir mi excitación y entusiasmo cuando vi representar «El gran teatro del mundo» por La Barraca de García Lorca, cuando sólo tenía yo unos ocho años de edad. El gran poeta acertaba de pleno en su dirección del Auto. Para mí fue la revelación. Aquella señorita Pilar tenía las mismas intuiciones que Lorca, y es de lo menos que me puedo felicitar.

Mi madre se contaba a sí misma como una comedia que se había visto obligada a representar los personajes principales. Su padre, gran señor tradicional y despótico, que tiraba por la ventana del jardín los platos que no le gustaban, humillando soberanamente a su mujer, su madre, que la encargaba de cuidar y educar a sus hermanos menores y le fiscalizaba hasta el respirar. Las criadas acusonas y denunciantes de cuanto la señorita Pilar hacía. Sus pretendientes, el viejo Marqués y brillante señorito de mi padre, las modas, los bailes... le enseñaron a bailar el minué, para asistir a las grandes fiestas del Casino cuando ella prefería el Kake walk y el primitivo Jazz. Una comedia familiar, llena de observaciones deliciosas y pintoresca. El escenario de la casa, su iluminación, la luz de las velas y de los quinqués de petróleo, hasta el impacto sensorial de la luz eléctrica. Descargó sobre mí todo ese material anecdótico y me creó como dramaturgo, me dio la vida y la supervida intelectual. Una madre lo puede todo. Todo lo puede una mujer.