José Jiménez Lozano

Los abracadabras

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No sólo los expertos, sino también cualesquiera otros señores de la industria cultural o de la política y hasta los medios eclesiásticos y educativos echan mano más o menos inconscientemente de ciertas palabras que parecen mágicas, porque esas palabras se han convertido en tópicos que el Espíritu del tiempo ha hipostasiado y convertido en mantras sagrados o abracadabras y, a la vez, en ideas motrices, porque se reciben con sumo agrado y envueltas en ellas todos nosotros podemos aceptar y hacer nuestra cualquier cosa que nos formule y nos disponemos a actuar en consecuencia. No son consignas que nos lleguen autoritariamente, o palabras emblemáticas en las que resumamos nuestra visión o concepción en torno a la realidad, sino que son como dones que se nos ofrecen para nuestra iluminación y moral. Y para redimirnos de las tinieblas en que vivíamos.

Estas palabras son, entre otras, libertad e igualdad, solidaridad, tolerancia, diálogo, o «el pueblo», que pueden significar cualquier cosa, porque su repetición y circulación inflacionista hacen que, realmente no signifiquen nada absolutamente, y sean puros sonidos halagadores del yo de los oyentes que, al escucharlas y repetirlas creen haber ampliado sus mentes y, además, estar haciendo historia. Y pongamos como ejemplo la palabra tolerancia que ha inundado e inunda los cielos y la tierra.

La tolerancia, en efecto, es hoy día un cliché, un tópico o lugar común y encontradizo, y una facilidad verbal; y ya se está revistiendo hasta de tintes cómicos, pero su profunda y terrible ausencia es sencillamente trágica. Porque no conviene llamar tolerancia a cualquier cosa, y mucho menos a las grotescas contorsiones, conceptuales y de hecho, de tal palabra que nos obligaría a soportar la estupidez y la maldad.

La tolerancia antigua nace de la convivencia entre diferentes individuos y grupos, que comprueban que un hombre es igual a otro hombre, y que lo que puede diferenciarlos, en cualquier aspecto, es siempre algo que han de llevar o soportar, –o «tollere» que es el verbo latino que eso significa –los unos en relación con los otros, como yendo de suyo–, como uno de los condicionantes de la naturaleza humana para la vida en común.

Pero, en nuestro mundo, tolerancia sería una mera convención o acuerdo, según los cuales hay que evitar toda diferencia con respecto a otro ser humano porque, según el «a priori» de la filosofía de las Luces, toda diversidad lleva consigo conflicto; y, por lo tanto, se está obligado, y será preciso renunciar a manifestaciones de la propia visión del mundo o de la propia antropología individual o de grupo, incluso en sus meros signos externos como el vestido o la dieta alimenticia, y a no mostrarse como quien se es, en suma, sino más bien de un modo incoloro, inodoro, insípido, absolutamente vaciado e higienizado de cualquier pensamiento o sentimiento personales. Todo ser humano, en efecto, debe aparecer igual y pensando lo mismo que otro, tal y como el rey Nimrod proyectó, al construir la Torre de Babel, decretando que todo el mundo debía abrir la boca o decir lo mismo para pensar lo mismo. Hasta se invita a enseñar esta tolerancia, que, aunque Tucídides ya nos previno contra ella, hoy se cree un reciente invento que se llama «corrección política», y pone en peligro conquistas humanas de siglos.

En realidad, para la libertad y la tolerancia, no se precisa ninguna educación ni pauta ideológica o política, se precisa solamente el mero reconocimiento de la condición humana, tal y como Emmanuel Lèvinas nos lo ha explicitado, como ya he contado en esta misma página, a propósito de un perro callejero o salvaje que, cuando él estaba internado en un campo, «aparecía en el momento de los agrupamientos matinales y nos esperaba a la vuelta, saltando y aullando alegremente. Por él –esto era incontestable– nosotros fuimos hombres». Y, como es obvio, porque eran reconocidos como tales.

Tal es la tolerancia verdadera: reconocernos como humanos iguales y diversos, sin necesidad de más filosofías, y abracadabras.