Manuel Coma
Los cambios que no llegan a China
El clamor universal es que China tiene que cambiar ya, y la ocasión hubiera sido el 18º Congreso de su partido comunista, clausurado el miércoles 14. Los dirigentes no parecen pensar lo mismo. Todo estaba previsto, pero que todo siga más o menos igual no deja de constituir una sorpresa para los que esperaban que los apremios de la realidad no tenían más remedio que imponerse sobre el interesado temor al cambio. Ciertamente China no ha dejado de evolucionar en los últimos 20 años y de forma espectacular en su desarrollo económico, pero los jerarcas ungidos con el poder no sienten la urgencia de acelerar el ritmo. En las dos últimas décadas su pánico ha sido la inestabilidad y el peligro a evitar una «perestroika» a lo Gorbachov y una transición como la que vino después en Rusia. Deng, que fue el que proclamó la estabilidad como valor supremo, pensó que el objetivo requería soltar amarras de manera limitada y pragmática. Lo que prevalece son los intereses de la élite de poder, que ha creado multimillonarios, sobre la lógica de la dinámica social y económica y las demandas populares de un país en el que el descontento popular es cada vez más visible y se expresa, especialmente a través de una internet que las autoridades se desviven por controlar, en creciente desafío contra la única respuesta que conocen los de arriba, la represión pura y dura. En sus primeros treinta años de comunismo China sufrió lo indecible en manos de Mao Tsetung, uno de los mayores criminales de la historia. Para Deng Tsiaoping la continuidad sólo podía llevar a la ruina del partido por la inviabilidad de la entera nación. Desde entonces el partido ha esperado extraer su legitimidad del crecimiento económico, pero parece estar cerca del final del camino. El fenómeno de que el éxito económico de las dictaduras desarrollistas engendra su propia destrucción al crear una clase media que no se contenta con ser tutelada, parece haber alcanzado al viejo y enorme país. Esos sectores aspiran a tener voz en el poder y contemplan con admiración y envidia la mezcla de prosperidad y libertad que otros disfrutan. El método de crecimiento autoritario también tiene sus límites. China ha visto frenar sus tasas de crecimiento como consecuencia de la crisis, pero no es probable que las vuelva a alcanzar sin reformas importantes, cuyos proyectos y propósitos han brillado por su ausencia en el magno cónclave del partido que acaba de terminar. Apretándose el cinturón hasta límites increíbles, cientos de millones de chinos han conseguido las tasas de ahorro mayores del mundo. Los bancos se han dedicado a prestar ese dinero a los amiguetes, siempre de la cuerda partidaria, y ahora están plagados de impagos. La burbuja inmobiliaria en China debe de ser de la magnitud de la española, si bien la proporción la aumenta muchas veces. Estados Unidos y otros presionan para que Pekín deje de manipular su moneda, manteniéndola artificialmente baja, como medio de favorecer la exportación y la deslocalización de las industrias del primer mundo, que se trasladan al país buscando la ventaja de los exiguos sueldos locales. Apenas nada se ha dicho durante la semana del congreso sobre esos acuciantes problemas y menos sobre qué soluciones se apuntan. Si algo ha relumbrado es la opacidad de la cúpula. Frente a otras dictaduras, el partido se ha vuelto a anotar el éxito de una transición pacífica y frente a regímenes del mismo pelaje, como el de la vecina Corea, ha evitado el comunismo en una sola familia. Pero sobre quiénes eligen a los sucesores y cómo, nada es público. No hay duda de que es el fruto de una intensa lucha intestina por el poder, en la que participan los líderes ya jubilados, los que se retiran y los que aspiran a sustituirlos. La vida interna del partido exige carreras en las que se demuestre eficiencia, pero ante todo lealtad y absoluta ausencia de aventurismos reformistas. La ley de que «el que se mueve no sale en la foto» se aplica rigurosamente. Si del estalinismo sale un Jruchov o del breznevismo un Gorbachov, es imprevisible, porque, en principio, el sistema tiende a eliminar esa posibilidad. En esta ocasión eran públicos los dos nombres más importantes. El de Xi Jinping, líder máximo como secretario general del partido y presidente de la república que, rompiendo con una tradición de cierto gradualismo temporal en la acumulación de cargos, ha recibido también, sin aplazamientos, el de presidente de la Comisión Militar Central, por la que el partido controla las fuerzas armadas, convirtiéndose así desde el primer momento en su Comandante en Jefe. El otro nombre es el de Li Kequiang (recuérdese que los chinos ponen en primer lugar el apellido y que existen menos de cien en toda China), que pasa a ocupar el puesto de primer ministro que ocupaba Wen Jiabao. La incógnita estaba en los otros cinco miembros de la instancia partidaria suprema del poder: el Comité Permanente del Politburó, o Buró Político del Comité Central del Partido. Eran nueve y se han reducido a siete, se dice que para facilitar la toma de acuerdos que se hace por consenso, aunque nadie puede estar seguro. De la composición de este órgano máximo se deduce que la personalidad más influyente en la gestación del congreso ha sido el secretario general que dejó el puesto hace ahora diez años, Jian Zemin, que con sus 86 años y tras haber estado al borde de la muerte ha impuesto sus candidatos, especialmente conservadores dentro del acendrado continuismo oficial, prevaleciendo sobre su sucesor, el ahora saliente Hu Jintao. Más allá de esos personalismos, los detalles de las facciones en juego y de sus matices ideológicos un poco más o un poco menos aperturistas son altamente especulativos y sujetos a un gran margen de error. El único mea culpa que se ha oído en el congreso, tanto en el discurso del que se va como en el del que llega, es el del reconocimiento de la corrupción. De hecho la comisión destinada a reprimirlo ha llegado a ser una de las importantes del partido, convirtiéndose ella misma en una parte del botín del poder. Pero Xi ha dejado claro que esa lucha por erradicar una grave plaga de los que tienen en sus manos todas las riendas del mando a todos los niveles es un mero ejercicio de autocontrol. En realidad la experiencia demuestra que es también un eficaz instrumento en la lucha por el poder y contra las facciones rivales. Así pues, ¿cambia China? Debería, pero nadie sabe cómo, cuánto ni cuándo.
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