César Vidal

Los errores de la campaña

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Hugo Chávez fue el equivalente de Mussolini en la Venezuela de inicios del siglo XXI. Con habilidad nada vulgar, Chávez logró combinar el socialismo más decrépito – en la época del Duce era de rabiosa actualidad – con el nacionalismo más feroz que apelaba a símbolos indiscutibles como Simón Bolívar. Unido con el engrudo de la creación de una nueva clase, de un histrionismo propagandístico grosero pero eficaz y de una violencia dosificada que no llegaba a la guerra, pero que lo mismo cerraba un medio que daba una paliza a un opositor, Chávez sólo fue derrotado por la muerte. Desaparecido del mapa, el principal deseo de la oposición era acabar con el chavismo y reconducir la nación a la normalidad. Para conseguirlo, se había unido en torno a un abogado y político llamado Henrique Capriles, fundador de Primero Justicia, un partido de centro, que se integró en la MUD (Mesa de Unidad democrática). Capriles fue gobernador del estado de Miranda desde 2008 y en junio de 2012 se retiró del cargo para enfrentarse con Chávez. Derrotado, se consoló volviendo a presentarse a las elecciones como gobernador en 2013 y renovará su mandato. Hubiérase dicho que había quedado fuera de combate para acceder a la presidencia cuando la muerte de Chávez lo convirtió en un candidato obligado por la inminencia de las elecciones. Su derrota ha sido lamentable, pero era previsible. Capriles tenía sentido como candidato si se intentaba aunar a todos los anti chavistas en un programa mínimo y sin fisuras. Muerto Chávez, era obligado algo más concreto, más sólido, más programático y aquí Capriles resultaba demasiado centrista y por ello no inspiraba confianza. Por un lado, repudiaba a Chávez encarnado ahora en un Maduro que aparecía con un rosario al cuello e invocaba al difunto en la persona de un doble que lo acompañaba a los mítines. Pero lo hacía con un mensaje que sonaba a chavismo a no pocos venezolanos. Capriles se refirió machaconamente a la intervención del Estado para que todos tuvieran «empleo y alimentos»; al mantenimiento de determinados programas de Chávez y a tópicos difusos como «la vida de calidad» o «el autobús del progreso». Hace unos meses, con Chávez vivo, era la esperanza del cambio. Ahora, con Maduro enfrente, provocaba no pocos interrogantes. Para el votante chavista, incluso el desilusionado, era mejor respaldar a un Maduro conocido que a un Capriles por conocer. Las legiones de subvencionados por el chavismo ansiaban mantener lo ya dado por el «gorila rojo», especialmente en una época de aguda crisis económica. Pobres e izquierdistas, partidarios de la teología de la liberación y ateos científicos, funcionarios y subvencionados ansiaban conservar lo obtenido. Por el contrario, para el votante de la derecha, Capriles se fue convirtiendo en la duda. Si, a fin de cuentas, iba a conservar no poco del entramado chavista, ¿en qué se iba a diferenciar? Capriles no dejó de movilizar a los seguidores de Maduro decididos a mantener un Estado providente aunque opresor, pero desmovilizó a no pocos de los suyos que lo encontraban tibio y, como dice el Apocalipsis, lo vomitaron de su boca. Quizá ha habido pucherazo – modesto sería, desde luego, por el porcentaje final – pero no cabe engañarse. Desde hace semanas, Maduro adelantaba en las encuestas a Capriles y no otro ha sido el resultado. Y es que si Arenas iba a mantener el PER y otros escándalos, ¿por qué hay que votarlo en Andalucía sólo para quitar al PSOE? ¿Por qué votar al PP si Montoro sube los impuestos? Desde el centro, siempre se cometen los mismos errores.