Sociedad

Los maleducados

La Razón
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Un país de maleducados. Vaya por delante que no me refiero a la LOMCE o la LOGSE. Hablo de algo que nunca aparece en los informes PISA o los barómetros del CIS: la abochornante grosería de los españoles. Cierto que con la edad uno se vuelve delicado, pero las pruebas son demasiado abrumadoras para no concluir que los buenos modales se han ido en España por el vertedero. Mira que pueden ser bordes los gabachos, pero entras en una panadería, una tienda o una oficina en Francia y lo primero que escuchas es «bonjour monsieur». Aquí, lo habitual es que el empleado de turno, independientemente de su sexo y del tuyo, de su edad, estado o condición, suelte un «tú qué quieres» o «qué te pongo» y se quede tan pancho. El tuteo ha arrinconado la palabra usted hasta convertirla en un arcaísmo y lo ha hecho en todos los ámbitos, incluido el escolar, lo que ya tiene delito. Siempre en aras de la «espontaneidad». Sumen a eso los tacos, que ya forman parte del lenguaje habitual en las cadenas de televisión. Añadan la indumentaria. Sería foto de portada que alguien tuviera la ocurrencia de presentarse de frac en la cada día más escuálida marcha sindical del 1 de mayo, pero a nadie parece chocarle que un zarrapastroso vaya en camiseta a la recepción del Rey o pasee entre los escaños del Congreso en bermudas o vestido como si fuera a lavar el coche. Lo de saludar en la escalera o el ascensor lleva camino de convertirse en extravagancia. El personal tiende a dejar la mirada perdida y si osas pronunciar un «buenos días» pone cara de alarma. Ceder el paso, abrir la puerta y ofrecer el asiento, aunque sea a una señora como tu madre, empieza a ser visto como signo de trastorno mental o algo peor. Y no sólo por los varones. Bajaba yo ayer por una de las bocacalles que desembocan en la Plaza de Ópera, con la acera convertida en un campo de minas por las obras a medio hacer del malhadado Ayuntamiento de Carmena. Iba delante de mí una pareja en la que el señor, para evitar que su joven acompañante quedara del lado exterior y expuesta a llevarse un golpe, se cambió un par de veces de lado dejando en el interior a la fémina, como te enseñaban antes que era preceptivo. A la tercera, en lugar de agradecer la inusual cortesía, la chavala frenó en seco, puso los brazos en jarras y le soltó un fulminante: «¡Para ya, Federico! ¡Que me vas a volver loca!».