Luis Alejandre

Luces e iluminados

El siglo XVIII es conocido como el Siglo de la Luces, denominado así por su declarada finalidad de disipar las tinieblas de la humanidad, mediante las luces de la razón. Aquí en España nos llegó, tras el desarrollo de su pensamiento en Gran Bretaña, Francia, Países Bajos, el conglomerado germánico e incluso en las colonias americanas, coincidiendo con los reinados de Fernando VI y Carlos III. A pesar de la decadencia de nuestra sociedad, el dinamismo de ciertas regiones y acertadas políticas públicas propiciaron la aparición de una élite –Cabarrús, Cadalso, Feijóo, Jovellanos, Mutis– a los que conocemos como los ilustrados. Alejo Carpentier utilizando este título,–«Siglo de las Luces»– nos dejó un valiosísimo testimonio histórico sobre lo que representó este movimiento en nuestras Antillas y sobre nuestro suelo peninsular.

Temo que los tiempos en que vivimos no recibirán este título. Más bien deberemos llamarles «de los iluminados». No sé si el árbol de nuestra democracia creció demasiado aprisa en la Transición sin enraizarse lo suficiente. No cerramos bien como sociedad las heridas de nuestra Guerra Civil, que si habíamos cerrado en nuestros entornos familiares, porque casi todos teníamos raíces en ambos bandos y porque una Guerra Mundial prolongó la lucha de ideologías hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. Pero aquella generación curtida en la confrontación y en la dificultad, quiso legarnos una sociedad nueva, digna, sacrificada, solidaria. Nunca pagaremos lo que nos transmitieron. Pero de ella nació otra generación más mullida, con menos sacrificio a bordo, que se reinventó nuevos odios cainitas, que no fue tan solidaria porque hizo del egoísmo bandera, más reivindicativa, más manipuladora de la Historia. De allí saldría una sociedad, política, social y económicamente diferente, hecha a medida de unos a quienes se permitiría medrar con pasaporte de «amos y señores de vidas y haciendas» como diría el clásico. Se controlaron las finanzas –véase Cajas de Ahorros–, se nombraron tribunales vía cupos políticos en flagrante ruptura con el principio de separación de poderes, incluso algunos hicieron suyas las policías autonómicas. ¿Qué más quieren? Con un buen sentido ético no hubiera hecho falta poner en duda el sistema. Pero no andan los valores en su momento mas boyante.

«Siempre se ha robado» me dirán algunos. Y yo les diré: sí, pero con diferencias. Un conocido Dioni que no tenía más capital que una menguada nómina, asaltó un furgón con caudales. Se desmelenó en Brasil, se operó de estrabismo, le pillaron y se acabó la historia. Puro tema de policías y ladrones.

Pero es que los que ahora han asaltado sin despeinarse los caudales de todos tenían buenos sueldos –algunos superando los dos millones anuales–, más otros beneficios en forma de dietas, gastos de representación y sueldos. ¡Y les hemos estado adorando como a becerros de oro! Incluso cuando un juez, conocedor a priori de lo que luego todos hemos sabido, actuó con mano dura, fue sacrificado en nombre de una justicia, protectora en este caso, del indiscutible poder ejercido por uno de estos dioses. Seguramente el fondo llevó al juez a olvidar ciertas formas. Quisiera comprenderlo.

Y no me pregunten dónde acampa toda esta tropa de iluminados. Por doquier: Cataluña, Andorra, Islas Vírgenes, Madrid, Andalucía, partidos políticos, sindicatos, minería, cursos de formación, ayudas europeas. Los medios y las redes sociales se encargarían muy pronto de ventilar los escándalos. Imagino que, incluso, arrastrando a justos por pecadores. Casi nadie recuerda el nombre de los cuatro consejeros de Caja Madrid que se conformaron con lo que recibían y nunca quisieron romper el saco de la avaricia. Representan en mi opinión a los miles de administradores, funcionarios, políticos –¿por qué no?– profesores, médicos, militares, que nunca han tocado un euro que no fuera suyo. Porque generalizando el escándalo, perdemos todos. Y de esta generalización sale la indignación y de esta la demagogia. De ahí, la última generación de iluminados que aparecen, cuando más cordura falta, cuando más necesaria es la confianza en la regeneración. Unos dicen que sobra el Ministerio de Defensa; otros arremeten contra la Iglesia; otros contra el sistema y las instituciones. Creen que rompiendo se puede reconstruir un orden nuevo. O sencillamente, quieren situarse en este orden nuevo.

Hoy le preguntaba a un amigo, buen abogado penalista: ¿no prevé el Código Penal como agravante, la imbecilidad? A una sentencia de: «debemos condenar y condenamos a tal individuo a veinte años, por desguazar un fondo filatélico, por manosear fondos de difícil justificación en paraísos fiscales, o por saquear una caja sabiendo de su inmediata intervención», añadiría: «más otros veinte, por imbécil». Porque teniéndolo todo, quiso más a costa de los otros; porque teniendo todo, se olvidó –¡imbécil!– de que la Justicia un día lo iba a pillar.

¿Vale la pena beneficiarse de fondos en paraísos fiscales, de comisiones al tanto por ciento, o de tarjetas opacas?

¿No es confundir las luces de todos con la creencia de que solo unos pocos son los iluminados?