José Luis Alvite
Mariano Rajoy
No tengo motivo alguno para desconfiar de la integridad moral de Mariano Rajoy, ni razones tampoco para asegurar su santidad. En realidad siempre he pensado de él que se trata de un hombre tan incapaz para el riesgo de la audacia, como cobarde para caer en la tentación de corromperse. Supongo que tendrá sus flaquezas, como las tenemos todos, pero creo que podría decirse de él lo que Barbra Streisand dijo de Bill Clinton cuando ocurrió lo de la becaria Mónica Lewinski: «Yo he votado a Bill Clinton para que ocupase como presidente la Casa Blanca, no para que se instalase como Papa en la Santa Sede». Creo que en el caso de Mariano Rajoy una debilidad erótica sorprendería a la opinión pública tanto como me sorprendería a mí que se viese involucrado en el asunto de corrupción en el que alguien pretenden involucrarle. Tanto me cuesta imaginarlo con los calzones bajados, como suponerle con la mano metida en la caja. Más bien creo que sus éxitos y sus fracasos ocurren en cierto modo a su pesar, como si fuesen la consecuencia de un involuntario descuido, el resultado de que le salgan bien incluso las cosas que haga mal. Con su apariencia de hombre lento y reflexivo cuesta creer que haga las cosas sin haberlas sopesado cuidadosamente. Pero como dije al principio, ni desconfío de su integridad, ni juraría que es un santo. Sé pocas cosas de él, que por lo visto es un hombre cauteloso y reservado, un tipo pensativo y despistado que si se encontrase en el bolsillo un dinero que no es suyo, probablemente sería porque se hubiese puesto los pantalones de otro hombre, que no tendrían por qué ser necesariamente los pantalones de Alfredo Pérez Rubalcaba. A mí me parece que Mariano Rajoy es la clase de hombre que cree que en el caso del infierno es el exceso de calor lo que hace insostenibles los gastos de comunidad.
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