Alfonso Ussía
Más que Naomí
He escrito en diferentes ocasiones con dureza contra Sergio Ramos. No me gustó su exigencia de nuevo contrato y menos me convenció la disposición de Florentino Pérez a aceptar su solicitud. Escribí que si todos los futbolistas del Real Madrid doblaban su ficha por marcar un gol decisivo, el Real Madrid estaría al borde de la quiebra. Y he escrito que Sergio Ramos, en ocasiones, no usa de la inteligencia a pesar de su veteranía, y que sus impulsos pueden con sus sosiegos. Bien. Rectifico.
Sergio Ramos, que no me gustaba nada por sus arranques y por su excesiva facilidad a hacer penaltis, comenzó a tener otro dibujo en mi sensibilidad la noche de sus dos primeros goles al Bayern de Munich de Guardiola en el Allianz Arena. Después Ronaldo, a pase de Bale y después de un toque prodigioso de Benzema, y con un disparo bajo la barrera de muniqueses, completó la paliza. Fue una noche gloriosa, doblemente feliz por el ridículo de Guardiola, que sin Messi es poquita cosa. En el Pepa City –así lo llaman–, lo está demostrando. Y Ramos, aunque no diera mi brazo a torcer, me llenó de placer futbolero y madridista con su cabezazo en el minuto 93 de la final de la Décima, contra el Atlético de Simeone, que aquella noche, y por encima de la tragedia de aquel minuto, no mereció ganar. Las finales se ganan con juego y dídimos, y aquella noche el Atlético del argentino tuvo, además de la excelsa colaboración de Casillas, mucho miedo. Como en la Undécima, también alegrada por un gol de Ramos en posición dudosa, como la del vampiro Suárez en el gol que le endosó al Real Madrid en el separatista «Camp Nou». Aquel gol del Barcelona, que pareció colmar la dicha de Puchdamón, la Colau y la Forcadell – también me acordé de la monja coñazo Caram–, fue neutralizado por un cabezazo de Sergio Ramos a pase de Modric que consiguió algo increíble. Salté por encima de una mesa sin rozar ni uno sólo de los objetos distribuidos en su plano superior. Y aún estoy en pleno éxtasis recordando el gol de Ramos al Deportivo, en el minuto 92, también de cabeza, y que disfruté en Comillas, con algún partidario del «Barça» en las cercanías, lo cual es más divertido y placentero.
No tengo edad para cambiar de gustos ni para salir de armarios que jamás han existido en mis preferencias. Pero debo reconocer que Ramos, hoy por hoy, me gusta más que Naomí Campbell e incluso que Giselle Bundchen, que se escribe más o menos así. Este tío nos ha dejado a los madridistas con el sabor de nuestro ADN, que siempre ha sido la épica. Al Real Madrid le puede costar ganar, pero aún le cuesta más a sus contrarios, y ya llevamos 34 partidos sin conocer la derrota. Escribe José Aguado en la crónica de La Razón que en el Bernabéu siempre queda tiempo, y que el Real Madrid y sus adversarios lo saben. Ser del Real Madrid es, simplemente, seguir y sentir el carácter del mejor club de la Historia del fútbol, y eso no lo han dicho ni los eximios comentaristas Valdano y Raúl –los que aplauden que no le señalen penaltis al «Barça» si los cometen en los primeros minutos–, sino la FIFA. El «Barça», que tiene –y lamento reconocerlo–, al mejor futbolista del mundo, empieza a sentir colitis ulcerosas cada vez que se encuentra frente al Real Madrid. Y una buena parte de esas correntías son por culpa de sergio Ramos, al que desde aquí le saludo sombrero en mano, aunque no me vea.
En fin, que rectificar no es de sabios, sino de personas bien educadas. Y rectifico con gusto y convicción, sin reservas. Con Morata me va a costar un poco más, pero después de lo de Ramos, todo es posible.
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