José Luis Alvite
Mero a la sal
Nunca me interesaron las personas intachables, los dioses que no se masturban, ni las historias que acaban bien. Me encariñé de niño con un gato que volvía cada día a casa con una pedrada nueva. He buscado luego durante el resto de mi vida los dolores apátridas de ese gato callejero en el rostro lastimado de cuantas personas me salieron al paso y he disfrutado con la contemplación de las ruinas mucho más que con la visión de los palacios impecables. Aún creo que la belleza es más admirable en el momento en el que se malogra, en ese instante preciso en el que una mujer comprende que su corazón encaja mejor la mentira de lo que soporta su rostro la luz. Huyo de las personas que dicen tener las ideas claras, igual que abomino de los héroes que no lo son por temeridad o por simple descuido. De las guerras me gustan los vencidos, admiro el orden estoico en el que se retiran los soldados después de su derrota y me conmueven los hombres que desarrollan su enorme talento gracias a que no conocen otra manera de luchar contra el fracaso. Echo de menos mis noches alternando sin bridas con el ex boxeador Ángel Grela, que fue campeón de España de los pesos pesados gracias a que en el 67 venció a José Luis Velasco en Madrid, y empezó un inexorable y elegante declive en el que la gloria sólo le sirvió durante unos pocos meses para gastar el dinero sin haber aprendido siquiera a contarlo. Vive desde entonces un largo ostracismo y estuvo recluido en prisión con el dinero justo para llamar alguien que no descolgase el teléfono. Una noche me invitó a cenar un mero a la sal que no cabía en la mesa y me dijo: «Tienes razón, muchacho. La vida, como el mero, consiste en aceptar que al final del placer queden sólo las espinas».
✕
Accede a tu cuenta para comentar