M. Hernández Sánchez-Barba
Modernidad, imagen del mundo
No me refiero a lo que, con rigor histórico impecable, definió Vicens Vives como «Historia General Moderna», constituida por «estructuras» de nueva dimensión intelectiva, hasta alcanzar una «mentalidad» que puede considerarse nueva en conceptos analíticos de gran entidad, como son Humanismo, Renacimiento, Reforma católica, revolución protestante, Descubrimientos geográficos, en cuya interacción en la «flecha del tiempo» se yuxtaponen valores esenciales de la modernidad, que se viene gestando en el desarrollo conceptual y afirmativo en el que surge el concepto de Europa. El término lo usa en 1434 Eneas Silvio Piccolomini (PP. Pío II) en su obra «De Europa»; también él creó el adjetivo «europaens», en 1458, sobre el concepto «Cristiandad Occidental», surgido cuando, a la caída del Imperio romano, el Mediterráneo, que era el «Mare Nostrum» se dividió en tres sectores culturales distintos: la Cristiandad Occidental, Bizancio y el Islam. La estela creadora de la «romanidad» inspira y promueve la cultura de las tres. En ese lento fluir creador, el máximo de ese conjunto lo ofrece, sin duda, España en ese durísimo momento supuesto por la época final de la Reconquista (del siglo XIV al final del XV), que se cierra con la conquista del reino nazarí de Granada, la creación del primer Estado moderno de Occidente y el Descubrimiento del Nuevo Mundo y la creación de la primera gobernación en la Isla de La Española.
Se trata de una época extraordinariamente dura, según la describe Juan Bautista Avalle-Arce, en la que sólo una sociedad dotada de un fuerte sentimiento, racional y afectivo, de identidad y una coherencia política, anclada en un Estado monárquico de gran consistencia y orden, se pudo no sólo remontar la adversidad de las circunstancias, sino, además, culminar la vieja empresa de recuperación de la soberanía territorial, emprender la expansión oceánica y la fundación del Estado indiano y una sociedad nueva en América. En 1516 ya está totalmente configurada la nación española y, girando en torno y respondiendo a la tradición del pensamiento español, desde Mosén Diego de Valera hasta Fernando de Roa o fray Íñigo de Mendoza; historiadores como Carvajal, humanistas como Elio Antonio de Nebrija o Diego Ramírez de Villaescusa, o juristas como Juan López de Palacios Rubios, Matías de Paz; teólogos como Francisco de Vitoria, creador de la brillante Escuela de Salamanca. El ambiente epocal, entre la constitución de la sociedad actora y el desarrollo del Estado, ha sido magistralmente estudiado por J. A. Fernández Santamaría en «La formación de la sociedad y el origen del Estado. Ensayos sobre el pensamiento político español del Siglo de Oro» (1997). Existe también una respuesta unánime al apremio monárquico para conocer cuáles podían ser los límites de la soberanía real en el Nuevo Mundo, así como las normas de gobierno: letrados, teólogos, humanistas, consejeros y profesores universitarios plantearon a fondo lo que Joseph Höffner ha denominado «La ética colonial española del Siglo de Oro».
Lo más grande de este panorama es el doble y distinto modo de entender el Nuevo Mundo como campo de una misión ecuménica española: para un sector, aquellas tierras «nuevas» eran una indudable solución para sus graves problemas vitales y económicos y que viesen la riqueza como posibilidad de mejora y la esperanza de ascenso social; y hubo otro modo de entender América como campo de una misión ecuménica española. Así surgió la polémica, que tiene su primer momento culminante en la polémica que tuvo lugar en 1550 en Valladolid entre Juan Ginés de Sepúlveda y fray Bartolomé de Las Casas. La polémica y sus consecuencias merecen por su gran importancia una reflexión propia.
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