María José Navarro

Nacionales

Queridos niños: la otra mañana acompañé a un amigo a que prometiera fidelidad al Rey y obediencia a la Constitución para conseguir la nacionalidad española y allí mismo me dieron ganas de pedir que me retiraran la mía. Sucedió en los Juzgados de la calle Pradillo, lugar de largas peregrinaciones para conseguir un papelito, el papelito que puede que te solucione la vida, el matrimonio, la felicidad y, por supuesto, la tranquilidad. Allí llegó una para acompañar a un amigo a ser compatriota después de muchos años de zozobra y de aguantar un trato laboral injusto e indecente y se encontró en una sala con otras cincuenta personas que también se han currado ser de los nuestros. Y es merecimiento de ellos y no generosidad propia, no vayamos a equivocarnos. Esas cincuenta personas aguardaron pacientemente a que apareciera el juez. Cada una con su peripecia, su religión, su sufrimiento y sus particularidades. Cada una de esas personas con sus dificultades, su color de piel característico, su velo, su gorra, su pelo ensortijado y su acento. Hermosos acentos en una España nueva y mejor. Y de pronto, ahora sí, el juez. Un señor muy serio debajo de la foto del Rey emérito y su emérita que lo primero que hizo fue prohibir tajantemente conversaciones. Ni en voz alta ni baja, no me cuchicheen que menudo soy yo y el que hable se queda sin nacionalidad. No es broma esto que les cuento. Y a una le pareció todo desproporcionado, casposo y muy pasado de moda. Quizá, eso sí, acorde con los modos del maestro de ceremonias, empeñado en que se supiera quién mandaba allí. Y entonces vi a mi amigo llorar de alegría. Qué al revés lo hacemos todo, la verdad.