José María Marco

Nacionalismo: última oportunidad

Es bien sabido que el nacionalismo catalán afirma que los catalanes son más ricos, más cultos, más civilizados, más sofisticados, más europeos en una palabra –así se decía antes– que el resto de los españoles. O, más sencillamente, que los españoles. El nacionalismo catalán surgió a finales del siglo XIX, cuando la crisis de la racionalidad política y de los sistemas liberales abrió las puertas a una ideología que postulaba la derrota definitiva de la razón y la libertad. El nacionalismo, en particular el francés de Barrès y de Maurras con el que el catalán tiene una deuda más que considerable, iba a liberar a los pueblos de «prejuicios» tan desagradables y estúpidos como la igualdad de las personas, la dimensión universal del ser humano, el acceso de todos a la razón. Aquello eran mentiras destinadas a sofocar la verdadera libertad de los pueblos. (A los marxistas les sonará esta melodía.) Aún peores resultaban tales mentiras cuando esos pueblos no eran, como en el caso de la nación nacionalista catalana, inferiores, sino al revés, infinitamente superiores a quienes los sojuzgaban y los parasitaban. Eso es lo que significaba el slogan de «España contra Cataluña».

Hoy en día este relato, tan entretenido, no resulta fácil de mantener. En torno a 1898 los nacionalistas de todo pelaje podían fingir que se rasgaban las vestiduras ante el fracaso y la inexistencia de la nación española. Ahora ese argumento está lejos de haberse agotado, pero tropieza con una realidad que ya no puede negar. Ni la nación ni la sociedad españolas han fracasado. Más bien al revés. Y la crisis ha puesto de relieve hasta qué punto la sociedad española, rica y desarrollada como es, preserva también tesoros de solidaridad y de vertebración. Apartada la tentación centralizadora, se ha reconstruido una España que se vive en modo de diversidad, desde las muy variadas formas de ser español.

Además, la nación y el Estado españoles forman parte del proyecto de construir un espacio político, económico y cultural que haga posible a escala europea lo que hemos conseguido aquí: una forma de unidad que no acabe con las diversas perspectivas de ser europeo, perspectivas sin las cuales la identidad europea se convierte en una abstracción. En este panorama, los arrebatos secesionistas responden más que nada, probablemente, a la conciencia de que esta es la última oportunidad que va a tener aquel movimiento surgido hace más de un siglo, al calor de una crisis que acabó en dos guerras mundiales.