Irene Villa
Ninguna gracia
Hay chistes que no tienen ninguna gracia, pero los tomamos como lo que son y no les damos mayor importancia. Lo doloroso, demente y condenable, es toda la inquina vertida tras la trágica muerte del torero Víctor Barrio. Desde que era una niña, mi madre me enseñó que el odio sólo hace daño a quien lo siente, por lo que no lo quisimos en nuestras vidas. Sin embargo no me parece descabellado que el odio, además de carcomer y arruinar la vida de quien decide vivir en él, se juzgue como delito cuando se expresa con toda su saña en un lugar tan público como es Twitter. De nuevo la red se vuelve pasto de alimañas y de futuras condenas que caerán sobre quienes no saben controlar su envenenado odio, y se alegran del fallecimiento de un ser humano, cuya vida ponen al mismo nivel que la de un toro que nace exclusivamente para ser lidiado. Frases descorazonadoras como «si todas las corridas acabaran como la de Víctor Barrio, más de uno iríamos a verlas» dañan a toda la sociedad porque atentan contra lo más básico: los derechos humanos. Hasta Frank Cuesta, el mayor defensor de los animales, se pronunció frente al indignante batallón de salvajes: «Los que os alegráis de la muerte de un torero no sois más amantes de los animales sino peores personas. Las peleas de frente».
Nos gusten o no los toros, es indiscutible la valentía y generosidad de quienes honran la Fiesta jugándose lo más sagrado.
Contrarrestando todo el dolor causado también a su viuda, Ana Pedrero escribe: «Él conocía el sacrificio y el riesgo. Por eso los toreros son de otra pasta, porque mientras los demás nos creemos eternos ellos saben que cualquier día puede ser el último (...) querrás ser viento en las noches de viento y silbar sobre su memoria tanto amor herido. Y cerrar los ojos, y soñar, y regresar al primer beso, a la tarde de Teruel como si fuese una tarde más...» ¡Qué duro continuar sin una parte de tu corazón!
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