José Jiménez Lozano
Nuestros paisajes europeos
Puede que ahora con la memoria diaria de Europa y nuestros dineros tan maltrechos, sea por lo menos curioso mirar un poco hacia el modo y manera en los que Europa entró en nuestra vidas españolas, aparte del juego de espejuelos de los señores políticos para animar nuestra europeidad, que ellos parece que hubieran descubierto estos años, pero que cualquier chaval de la escuela pre-moderna sabía de sobra, porque sabía, que la escuela, el ayuntamiento y la iglesia fueron las básicas y comunes realidades europeas.
En estos momentos, sin embargo, la presencia de la Europa-institución ha aparecido en la conciencia diaria de los españoles por hechos como las duras sanciones emitidas por arrancar una mata de tomillo o romero, o matar un lagarto como si el lagarto fuese un antiguo dragón y el tomillo la famosa «Rama de Oro».
Pero, por otra parte, también hemos experimentado una desastrosa política agrícola en favor de la industria agroalimentaria, y nuestra gente española no lograba entender que tuviera que consumir carnes y leche o productos lácteos extranjeros, mientras no se podían consumir los propios. Y se comenzó a tener el fundado temor de que desaparecerá del todo la producción casera de leche y queso, y la matanza familiar del cerdo para consumir sustancias encerradas en plásticos o latas, en nombre del progreso y la higiene. Aunque, mientras tanto, hayamos aprendido cosas como que las vacas sometidas a la gran producción dan algo parecido a la leche y desde luego viven bastante menos que las vacas tradicionales y reaccionarias que siguen dando leche-leche viviendo mucho más, y en realidad porque no se han enterado de que ya no estamos en tiempos de la agricultura, la más inocente de las artes, que decía San Agustín, sino en el de la agroindustria alimentaria, como decía, que es un progreso tecno- científico.
Pero es cierto que también ha habido, en estos años de imperio europeo, una no pequeña agricultura de girasoles como justificación visible de las ayudas europeas al campo. Es decir una especie de cultivo agreste y a tiempo y dinero perdidos, que justificaba la subvención que se daba a los campesinos para que no sembrasen, lo que, desde luego, fue un asombro en su día para ellos, como para los aristotélicos medievales fue que el dinero, no siendo una criatura viva, creciese y se reprodujese. Pero, al fin y al cabo, parece que no se ve mal del todo no dar golpe y cobrar, como para parte de los estudiantes aprobar sin estudiar, ya que el Estado se preocupa de que todo el mundo apruebe sin tener que esforzarse, porque considera como oprobio propio un suspenso o fracaso escolar.
Pero no debe infravalorarse el aporte educativo y cultural, que reconstruyó en tierra española los paisajes de girasoles y cuervos de Van Gog, que no es pequeña memoria ciertamente, e hizo que algunos años atrás, se supiera más o menos quién había sido este pintor, que padeció locura, se cortó una oreja y pintó una habitación amarilla y un recoleto jardín de sanatorio. Ya no se comían pipas de girasol en nuestros cines, sino que se adquirían reproducciones de los cuadros de este pintor, con o sin girasoles, y quizás las únicas admiradas popularmente, como cincuenta años atrás las Meninas, Don Sebastián de Morra y los otros enanos de Velázquez, o la Maja, de Goya; y, quien más quien menos, tenía un «póster» del pintor holandés en su casa. ¡Edad dorada, ciertamente, fue aquella que produjeron los girasoles europeos,
Pero hay que decir que también hubo asuntos de transmutación alquímica, por decirlo así. Quiero decir de dinero europeo que quedó aplicado a mucho más sublimes fines que los pedestres para los que se nos concedió. Y enseguida nos pusimos a imitar a Monsieur Le Corbusieur en todos los «contenedores culturales» de cada provincia española, cuando su obra ya se estaba deshaciendo en el Brasil. Pero así hubo paisajes de multiculturas, y de modernidad europea, en palacios de cristal, vistosamente inútiles y efímeros.
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